Salinger

No hagas tocar la trompeta delante de ti.
Mateo 6:2

Stoned, por Nobara Hayakawa

1

No pudo dormir en toda la noche. O casi. Varias veces había ocurrido que cuando sus ojos empezaban a cerrarse, su cerebro volvía a encenderse y revivía de nuevo la escena. Uno de los jurados del premio leyendo el acta. Un nombre entreoído: Salinger. La desconfianza con la que intentó inútilmente contener las palpitaciones de su corazón, su cabeza, sus pulmones, y un pensamiento: «un pseudónimo demasiado común, debí haberlo sabido». Luego, su nombre en labios de la ministra, la incredulidad, la tentación de salir corriendo para no tener que ser testigo de la felicidad de otro, los aplausos, y entonces sí, por fin, la euforia. «Yo: Salinger». Había ganado. ¡Mierda! De verdad, había ganado.

Dos güisquis y una sesión de fotos con la ministra después, en el taxi que lo llevaba de regreso a su apartamento, las emociones confusas de la última hora terminaron en un ataque de llanto incontenible en el que la dicha se mezcló con el moco y la risa y los sollozos.

—¿Una vieja? —quiso saber el taxista.

—No, hermano. Peor todavía: ¡una novela! —confesó entre risas nerviosas.

—Eso son güevonadas —concluyó su improvisado psicoanalista—. No se deje joder.

—Sí, tiene razón —concedió.

Y realmente, pensó, eso era lo que debía hacer de ahora en adelante: no dejarse joder. ¿De quién? ¿De qué? ¿Por qué? No tenía ni idea, pero eso no restaba validez a su propósito.

2

La foto con la ministra que había publicado la sección cultural del periódico no lo favorecía. Parecía uno de esos profesores apoltronados, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, que se han rendido al sobrepeso, la calvicie y, ¡ay!, la halitosis. Kilos más, halitosis menos, eso es lo que era, pero para nadie es un misterio que no por ser lo que se es se deja de desear parecer lo que se quiere ser. O algo así. En las mañanas siempre estaba algo espeso. Y el café no había despejado las brumas del insomnio y el güisqui.

Volvió a toparse con su cara al ir a lavarse los dientes. Le pareció más amable que la de la foto con la ministra.

—¡Salinger! —se saludó.

Y volvió a reírse.

Y volvió a llorar.

Iba a ser un día muy largo.

3

De camino a la universidad no podía dejar de preguntarse cómo reaccionarían sus alumnos ante la noticia. Él también había sido estudiante y sabía que no era lo mismo tener delante a un profesor voluntarioso, quien en el mejor de los casos se limita a repetir mal que bien lo que ha leído en otra parte, que sentirse frente a un escritor de verdad, un novelista, alguien bendecido por un don reservado a un puñado de espíritus especiales, la capacidad, como tantas veces había repetido a lo largo de esos años, de ser la voz de la especie.

Estaba tan ansioso que no podía dejar de mirar una y otra vez su horario.

Martes. Siete de la mañana. Sexto semestre. Narrativa francesa del xix.

Los de sexto eran difíciles, sobre todo el cretino ese que siempre estaba corrigiéndole la pronunciación. ¿Cómo se llamaba? ¿Camelo, Carmelo, Camero? Como fuera. Un pobre hijueputa, en cualquier caso. Más ahora que estaba decidido a no dejarse joder.

Sin embargo, también era el grupo de la señorita Ortegón, que siempre parecía tan atenta, y de Ochoa, muy buen lector. Gente sensible, se dijo.

Al bajarse del taxi, se topó con uno de esos rostros que le resultaban conocidos pero no lograba asociar a un nombre:

—¡Huy, profe, en taxi! ¡Estamos botados!

Los novelistas reconocidos no montamos en buseta, pensó.

—¡Y madrugadores! —exclamó otro rostro anónimo que estaba junto al primero—. Nos tiene malacostumbrados.

Los novelistas reconocidos… No se le ocurrió nada ingenioso como réplica mental, pero tampoco le dio importancia. A fin de cuentas, no tenía que darle explicaciones a semejante par de, nunca mejor dicho, don nadies.

4

Una vez en el salón, con un café aguado sobre el escritorio, tuvo que esperar casi media hora hasta que el curso le pareció completo. Durante esa larga espera pensó varias veces en largarse a su oficina sin dictar la clase, sin embargo, su curiosidad era superior a su indignación y terminó diciéndose que tal vez era cierto eso de que tenía malacostumbrados a los estudiantes. Por desgracia, una vez empezó a hablar —romanticismo de la desilusión… modernidadsecularizaciónilusiones perdidaseducación sentimentalalegría de vivirblablabláblablablá… — le resultó evidente que nadie allí con excepción suya sabía que él era «Salinger». Después de veinte minutos de generalidades de manual frente al tablero, se dio por vencido: se sentó, pidió a sus alumnos que sacarán las fotocopias del ensayo sobre el realismo que debían haber preparado, hizo un par de preguntas que le demostraron que ninguno las había leído (ni siquiera la señorita Ortegón) y encontró así, como esperaba, la excusa perfecta para dar por terminada la sesión con cierta dignidad.

Que no vuelva a ocurrir. Etc., etc.

Habría sido tan diferente si alguno de esos idiotas hubiera ojeado el periódico.

5

Antes de entrar en su oficina se dio una vuelta por la secretaría del departamento. Ninguno de sus colegas estaba a la vista y el saludo de Gloria, la secretaria, fue amable, no efusivo. El periódico para el personal docente estaba sobre su mesa, pero no parecía haber sido abierto.

—¿Está Dolores? —preguntó señalando a la oficina de la directora.

—No, profesor —contestó Gloria—. No llega hasta después de la diez. ¿Alguna razón?

—Nada. Que pasé.

Tenía que calmarse, pensó de camino a su oficina, de lo contrario la impaciencia iba a terminar arruinándole el día, su día, el primero de muchos.

Sobre su escritorio un marco vacío le devolvió la confianza que había empezado a flaquear ante la docena de zombis que ese día había tenido por alumnos. Ese marco vacío era la foto de Salinger.

Había empezado como un chiste, seis años atrás, cuando se convirtió en profesor de tiempo completo y sus compañeros, tanto los envidiosos como los indiferentes, lo homenajearon en la sala de reuniones con «una copita» de champán imbebible y un marco plateado de gusto dudoso que no estaba dispuesto a dejar entrar en su casa. El marco se había quedado sobre el escritorio de su oficina tal y como lo había recibido, en blanco, hasta que a una alumna suspicaz se le había ocurrido preguntar si ese vacío significaba algo y él había dicho que sí, que era la foto de Salinger. El apunte le había valido cierto efímero reconocimiento entre el alumnado como el profe de la foto de Salinger.

Ese marco se había convertido ahora en todo un símbolo.

—¡Salinger! —le habló a la foto que no era foto—. ¡Lo hicimos! ¡Lo hicimos!

6

Lo hicimos. Sí.

Nunca se había sentido muy cómodo como profesor de literatura francesa, menos aún cuando lo que más entusiasmaba a sus alumnos era esa pandilla de relamidos afectados que conformaban el club de amantes de la palabra justa y la sintaxis asmática: una superstición. Esa posición le había traído problemas serios en su primer año como profesor, cuando tanto para sus colegas como para sus estudiantes terminó siendo evidente que él no era el especialista barato que el departamento necesitaba sino un exalumno oportunista dispuesto a aceptar una cátedra que le tenía sin cuidado. En esa época todavía era un tipo irreverente y defendió su postura con uñas y dientes y sarcasmos y, ¿cómo no?, «distanciamiento irónico», hasta que el decano le llamó al orden señalándole que era mejor no tirar piedras contra su propio tejado, que era también el tejado de sus colegas. Entonces cedió.

¡Ay, la gran prosa francesa! Una prosa que tanto él como sus alumnos leían en español. Si es que leían.

Salinger, en cambio, era otra cosa.

Un ermitaño (casi) sin rostro que no había escrito nada que no fuera esencial. O eso creía (aún). Un artesano. Sic.

7

Sentado delante del computador, contemplando la página web en la que se reseñaba el premio, le asaltaron de nuevo las dudas.

¿Qué hacía él, «Salinger», mirando su foto en la prensa delante de la no foto del auténtico Salinger?

—Disfrutar de mis quince minutos —se respondió en voz alta dejando escapar una risita nerviosa, la misma risita que había estado sonando intermitentemente en su cabeza cada vez que recordaba que ahora era un autor, un autor premiado, ¡el «Salinger» criollo!

Mientras fuera capaz de ironizar sobre sí mismo, se le ocurrió, estaba salvado.

Al instante, sin embargo, había regresado al punto de partida: la fama. La suya, indudablemente.

Estaba en su derecho, pensó, intentando atajar los escrúpulos. Puede que se necesite mucho valor para no ser nadie en absoluto, pero eso era algo que él ya había probado durante demasiado tiempo. El premio era un triunfo, un triunfo que le había costado esfuerzo, y aunque lo importante, como llevaba más de diez años repitiendo en sus clases semana sí semana también, eran las obras, no los autores o el prestigio materializado en bibliografías y notas a pie de página, negarse a disfrutar de esos warholianos quince minutos que le correspondían sería una estupidez, si no una arrogancia.

Ese era su problema: ¿cómo disfrutar de los quince minutos que eran su derecho inalienable de escritor premiado si nadie se daba cuenta de que habían empezado a contar?

8

Regresó a la secretaría decidido a coger el periódico, recortar la noticia y pegarla en la cartelera del pasillo donde todos (o por lo menos alguien) pudiera verla.

—Una cosita, Gloria —se decidió a preguntar al no encontrar el diario sobre la mesa—: ¿el periódico?

—Creo que se lo llevó el profesor Urías.

¡Mierda!

Eso era casi lo peor que le podía pasar. Urías, un dinosaurio quejumbroso que no se decidía a jubilarse ni a morirse, había alcanzado a ser profesor suyo casi veinte años atrás, cuando él era un joven arrogante e ingenuo, convencido de que estaba en la facultad de paso mientras escribía la novela que iba a cambiarle la vida a su generación. La novela, que, como pedía su maestro, iba a ser algo más allá del ingenio y la técnica narrativa, nunca había llegado a escribirse (no era, por supuesto, la obra premiada) y el estar de paso se había convertido en estancia permanente, con excepción del par de años que había pasado en el extranjero preparando un doctorado que no llegó a terminar. Lo único que quizá nunca había cambiado era la actitud de Urías, que siempre lo había mirado con desprecio. Al principio había pensado que se trataba de envidia, él era un joven prometedor y su maestro un cuarentón fracasado; luego, no hacía mucho, cuando él mismo se había descubierto convertido en un cuarentón fracasado, había concluido que el problema era de reconocimiento y que era mutuo: Urías reconocía en él lo que había sido y le detestaba por ello, él reconocía en Urías lo que acaso estaba llamado a ser y le detestaba con igual intensidad. No obstante, todo eso había cambiado ayer. Para siempre.

Por desgracia nadie quería darse cuenta.

9

De vuelta en su oficina ideó un plan desesperado. Echó un vistazo a su horario.

Martes. Once de la mañana. Segundo semestre. Géneros II: Novela.

Tenía poco más de una hora para hacer conocer la noticia y prepararse una entrada triunfal a clase con los pelados de segundo. Un grupo que le gustaba y, sobre todo, al que todavía movía la ilusión, no el escepticismo.

Entró en la red de la facultad y, cruzando los dedos, introdujo no su contraseña de docente, sino la que le habían asignado en su obligatorio período como personal administrativo para encargarse del «boletín electrónico» del departamento. Todavía funcionaba. No pudo recordar quién estaba ahora a cargo del boletín, pero una rápida ojeada al archivo le permitió comprobar que llevaba meses sin distribuirse. La publicación era un chiste. Periodicidad: amenorreica. El último número era un corta y pega de convocatorias de becas, la mayoría de las cuales se había cerrado a finales del año anterior. Eso, de algún modo, le convenía: el irresponsable que estuviera encargado no iba a acusarle de haber hecho su trabajo por él.

Buscó en la red la nota de prensa del Ministerio de Cultura y la noticia publicada por el periódico, foto incluida. Nuevo mensaje. Copiar. Pegar. Enviar. En cuestión de segundos todos los destinatarios que figuraban en la lista de distribución del boletín (y otros más, estratégicamente seleccionados) tenían en sus buzones la noticia del día. Alguno, se dijo, tenía que echarle un vistazo al correo electrónico en la próxima hora, con suerte uno de los que no había marcado todavía el boletín del departamento como correo basura.

10

Se despidió de la foto de Salinger con un pícaro «no me mires así» y se fue a leer en la cafetería. O, al menos, a intentarlo.

La idea de que todo estaba a punto de cambiar para siempre lo sobrecogía. A lo largo de estos años se había sentado tantas veces en esas mismas mesas a mascar la derrota y ahogarla en café barato mientras representaba la farsa del profesor apóstol dedicado a motivar a los estudiantes para que no se les pasara por la cabeza que su destino, en el mejor de los casos, era convertirse en alguien como él. Pero ahora eso era su pasado. Hoy era el primer día del resto de su vida. Una frase sin pedigrí, es cierto, pero tan eficaz que le producía envidia. El futuro es ahora. Ídem.

Estaba tan ensimismado que no se dio cuenta de que tenía a la señorita Ortegón delante:

—¿Profe?

—Sí…

—¿Es verdad que se ganó el premio de novela? —preguntó la muchacha.

¡Por fin! No se lo podía creer.

—¿Quién le dijo eso?

—El profesor Urías. Encontró la noticia en el periódico mientras contestábamos el parcial y nos la leyó en clase.

¡Urías! Era increíble que hubiera sido Urías. Tal vez el tipo…

—¡Felicitaciones, profe!

—Gracias —dijo casi tartamudeando, sorprendido al sentir el contacto de la muchacha en su torpe intento de darle un abrazo.

—¡Qué verraquera, profe! En serio: me alegro mucho —la mirada que acompañaba esas palabras no tenía nada que ver con la que apenas algo más de dos horas antes había visto en clase. Ahí había admiración. Auténtica admiración. El futuro es ahora. Sí. El cambio es ya.— ¿Por qué no nos contó nada en clase?

—Bueno, no sé —dijo sin convicción—. No quería publicidad.

—Pues prepárese profe: todo el mundo lo está buscando.

Había llegado el momento, se dijo. ¿Quince minutos? ¡Warholadas a mí!

11

Cuando llegó al salón, había algunos estudiantes esperándolo en la puerta para felicitarlo: eso había estado bien. Pero luego, al encaminarse al tablero, empezaron los aplausos y la gente se puso de pie y los aplausos continuaron: eso había estado mejor.

En la cafetería había planeado actuar como el académico impasible de sus fantasías vocacionales y dictar la clase en una demostración suprema de amor al trabajo. El profesor. El auténtico. Y, de hecho, mientras oía el aplauso de sus alumnos, pudo imaginarse el impacto que semejante actuación produciría en ellos:

—Y dictó la clase como si nada… —se contarían luego unos a otros con asombro y, acaso, veneración.

No obstante, cuando los aplausos comenzaron a decaer, le asaltó la idea de que nada de lo que pudiera decir estaría a la altura de lo que en ese momento se esperaba de él. El profesor. El farsante. Aprovechó la interrupción involuntaria de un par de rezagados para sentarse sobre el escritorio y, tras sacudirse el nudo que se le había formado en la garganta, dejó escapar un sincero «gracias».

¿Qué podía hacer a continuación? Era evidente que no tenía cabeza para pensar en nada que no fuera el aquí y ahora, su aquí y ahora, y ése no era el mejor estado para iniciar una charla de cuarenta y cinco minutos sobre, echó un vistazo a sus notas, realismo, naturalismo y crítica social, mucho menos para decir algo original, lúcido e inolvidable al respecto. Una palabra y el hechizo se haría añicos. La tiza de la que por reflejo se había armado al entrar al salón le molestaba ahora en las manos sudorosas. El silencio era incómodo. Una tos. Dos toses. Y cuando finalmente se decidió a ponerse de pie para dejar la tiza de nuevo en el tablero, alguien habló:

—¿En qué tradición se enmarca, profe? —escuchó decir a una voz a sus espaldas.

—¿En qué tradición? —replicó algo atónito ante la pregunta.

—Su novela, profe. ¿A qué tradición pertenece? —insistió la voz, ahora encarnada en un joven en el que reconoció al espontáneo del curso: un tipo bajito y malencarado, que disfrutaba repitiendo las grandilocuencias que sus colegas (y él) vendían como conocimiento.

Su primer entrevistador, se lamentó, era un lameculos.

La pregunta, con todo, no era tonta. Llevaba meses hablándoles de tradiciones narrativas y tradiciones críticas y tradiciones tradicionales y tradiciones tradicionalísimas, era predecible que le pidieran que se aplicara su propio discurso.

—Tradición… —empezó a decir, vacilante, a medio camino entre la pregunta y la respuesta, hasta dar con la solución que buscaba—: bueno, supongo que es una novela de menosprecio de corte.

Menosprecio de corte. Eso había estado excelente.

Habían quedado con la boca abierta.

12

Aunque no tendría más clases en el resto del día, no sentía el afán que normalmente lo empujaba a marcharse de inmediato de la universidad y la inyección de autoestima que acababa de recibir lo llevó de regreso al departamento. Esta vez Gloria se puso de pie apenas lo vio entrar:

—¡Ay, profesor! ¿Por qué no contó nada? —le recriminó acercándose para abrazarlo—. ¡Mis felicitaciones!

—No quería… —empezó a decir.

—El profe: siempre tan tímido —lo interrumpió ella—. Ahora sí va a saber lo que es bueno. Lo ha llamado hasta el decano.

Saber lo que es bueno. La pregunta era inevitable: ¿le interesaba a él, «Salinger», saber lo que es bueno? Y la respuesta, después de vencer muchos obstáculos, o «prejuicios» como había dado en llamarlos, era, sí. Piensa lo bueno y se te dará. Otra frase sin pedigrí, es cierto, pero, se consoló, no todos los novelistas somos Joyce.

Mientras consideraba si debía devolver la llamada al decano o esperar a que éste volviera a llamar, Gloria había corrido a anunciar su llegada a la directora y los profesores que estaban en el departamento, y antes de que hubiera tomado una decisión (quizá lo mejor era dejarse caer por la decanatura, así, por casualidad…) se había convertido en blanco de los abrazos, palmadas en la espalda y pellizcos en el estómago que constituían el testimonio tangible del afecto de sus colegas.

Entre elogios de su modestia, ironías malintencionadas sobre el atractivo que le había dado el baño de milloncitos a cuenta del erario público y sonrisas torcidas por la envidia, lo llevaron a la sala de reuniones.

Le esperaba, se temió, otro champán marca le chat.

Estaba equivocado. El «doctor» Jaramillo, el único miembro del departamento que de verdad era un doctor y no un simple candidato, llegó con una botella de aguardiente anunciando que iba a ser un brindis patrio. El cambio no le satisfizo, pero era bienvenido.

Se distribuyeron vasos de plástico. Se alzaron. Se chocaron. Se vaciaron. Algún cretino entonó el «tilín, tilín» antes de pedir, como era de esperarse, «unas palabritas».

Era extraño estar ahí. Y pese al trago, se sentía mucho más incapaz de decir algo que frente a sus estudiantes.

Recurrió a su risa nerviosa, que era, pensó, el sello contrahecho de su pudor, de su honestidad, de su deseo de anonimato, el triunfo del entusiasmo sobre el ego, en fin. Intentó rebajar la imagen que había creado la referencia a los «milloncitos» señalando que seguía siendo un asalariado. Procuró desviar la conversación hacia lo que de verdad importaba, esto es, la difusión que garantizaba el premio. El texto, lo que cuenta es el texto. Claro que sí, por supuesto, evidente, faltaba más, cómo no, etc., etc.: no había nadie entre ellos que no hubiera repetido esa perogrullada miles de veces para llegar ahí.

Al final, alguien, tal vez la profesora González (Introducción a los estudios literarios, Poesía colombiana, Géneros I: Poesía), se decidió a preguntar de qué trataba la novela, un interrogante que ninguno de sus alumnos se había atrevido a formular después de que la intervención del repetidor hubiera marcado la pauta de lo que podía preguntarse sin temor a resultar prosaico.

La novela. Sí.

—Pues, no sé —empezó a recitar—, supongo que es una obra sobre la desesperanza…

—¡Eh, Mutis! —intervino Fabio Alvarado (Sociolingüística, Teoría literaria II, Literatura latinoamericana), al que quizá se le había ido la mano con el aguardiente—. ¡No estamos en clase!

El resto de los presentes se identificaba con la posición del borracho. La carcajada fue general. No le dejaron pronunciar el discurso que, se suponía, no había preparado.

Se le pasó por la cabeza la posibilidad de echarles en cara que era una novela sobre el fracaso, el tedio y el trabajo estéril, sobre sus miserables vidas, en fin. Los vio mirarlo dominados por el desconcierto, aterrados. Y se imaginó a Alvarado escupiendo el aguardiente que le llenaba la boca. La novela como desenmascaramiento. Al instante, sin embargo, se replicó a sí mismo que si esto era aburrido así, era mucho peor por escrito, y prefirió callarse y celebrar las gracias de sus compañeros antes que darles la oportunidad de hacer más chistes a su costa. No se iba a dejar joder, sí, pero la fama también podía ser una corona de espinas.

Era día de rebajas en el almacén de tópicos.

13

La sala se vació en cuestión de minutos después de que Alvarado propusiera ir a almorzar. Él, sin embargo, no tenía ningún deseo de seguir a sus compañeros a la cafetería, y diciendo algo sobre las muchas cosas que todavía tenía que hacer, emprendió el camino opuesto sin aclarar si se reuniría o no con ellos después. Por suerte el trago les había abierto el apetito y nadie propuso esperarlo.

De camino a la secretaría, mientras fingía revisar sus papeles, se tropezó con Urías a quien no había visto en la sala de reuniones.

—Felicitaciones, profesor —le oyó decir sin ninguna clase de efusión: se trataba de una mera formalidad.

—Gracias —respondió usando el mismo tono.

No obstante, lo inesperado del encuentro le llevó a añadir una desafortunada sugerencia sobre la celebración (in absentia) que iba a tener lugar en la cafetería de la facultad.

Urías, impasible, se excusó:

—No. Sé cómo funcionan esas cosas —le dijo.

No se lo podía creer. ¿Estaba el gran Urías intentando comparar sus premiecitos universitarios (de poesía) con el suyo? ¿Ese era su mejor recurso para restarle importancia?

—Yo no —replicó con sequedad: no tenía ningún interés en esforzarse en ser ingenioso.

—Aprenderá rápido —anunció Urías como si él fuera todavía el alumno embelesado por la sabiduría que parecía manar del maestro.

¡Pobre hijueputa!

Urías siguió su camino. Él, en cambio, se quedó en medio del pasillo, presa, de repente, de todas las dudas que el premio supuestamente había desalojado. Desesperanza. Fracaso. Tedio. Trabajo estéril. La novela como farsa.

De ese abismo lo salvó Gloria:

—¡Profe! ¡Acaban de llamar los del noticiero! —prácticamente gritó desde la puerta de la secretaría—. Vienen a entrevistarlo.

14

Tras lavarse la cara, practicó en el espejo la leve sonrisa con la que, se le ocurrió, debía enfrentarse a la cámara. Y tras el obligatorio «un, dos, tres: probando», recitó algunas frases que le confirmaron que el poco aguardiente que había bebido no había alterado su dicción: la adolescencia desconoce la ironía…, la novela es el refugio del loco, sí, pero también del idiota…, se escribe sobre lo que no se sabe…

Cuando creyó estar preparado, volvió a pasar por la secretaría para decirle a Gloria que estaría en su oficina.

—¡Qué emoción, profe! —exclamó la secretaria por tercera o cuarta vez.

En el fondo, se dijo, le gustaría no estar de acuerdo.

Una vez en su oficina, reorganizó los pocos libros que tenía en la estantería para que ciertos títulos quedaran en una posición estratégica si la cámara se situaba, como esperaba, frente a su escritorio. Introdujo algo de desorden «creativo» combinando lápices despuntados, carpetas viejas y trabajos que nunca había devuelto a sus estudiantes, y ladeó la pantalla del computador de tal forma que resultara visible para su potencial interlocutor.

Al tomar asiento, su mirada se detuvo sobre la foto de Salinger, que repentinamente había vuelto a ser un marco plateado de mal gusto que desentonaba por completo con el aire de intelectualidad e indiferencia del resto del decorado.

—Lo siento, camarada —dijo con una sonrisa mientras escondía el marco en uno de los cajones.

Casi al instante, golpearon en la puerta.

—¡Pasen! —dijo.

by Luis Noriega

nació en Cali, Colombia, en 1972. Vive en Arenys de Mar, un pueblo costero a las afueras de Barcelona. Ha publicado las novelas Iménez (Premio UPC de ciencia ficción, 1999) y Donde mueren los payasos (Blackie Books, 2013). También publica cuentos en El Malpensante regularmente.

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