Selma Ancira nació en la ciudad de México en 1956. Estudió filología rusa en la Universidad Estatal de Moscú y griego moderno en la Universidad de Atenas. Su bibliografía como traductora es vasta e incluye a los siguientes autores: Marina Tsvietáieva, Lev Tolstói, Sergéi Eisenstein, Iván Goncharov, Nina Berbérova, Iván Bunin, Alexandr Pushkin, Nikolái Gógol, Fiódor Dostoievski, Mijaíl Bulgákov, Mijaíl Osorguín, Viktor Pelevin, Borís Pasternak, Ósip Mandelshtam, Bulat Okudzhava, Izrail Metter, Menis Koumandareas, María Iordanidu y Yannis Ritsos, entre otros.
Su labor como traductora le ha merecido la Medalla Pushkin 2008, y los premios de Traducción Ángel Crespo 2009, de Literatura Marina Tsvietáieva 2010, Maximilián Voloshin 2010, Nacional de Traducción de España 2011 y de Traducción Literaria Tomas Segovia 2012.
La relación orgánica con la otra lengua
Cuando salí de la prepa, a los dieciocho años, me fui a estudiar a Rusia sin saber una sola palabra de ruso. Durante aquella época, el sistema soviético era que los estudiantes que llegaban del extranjero estudiaran un año el idioma y después entraban a la facultad para la cual habían obtenido la beca. Así que durante el primer año estudié ruso a marchas forzadas, de nueve de la mañana a las seis de la tarde todos los días, con media hora para comer. En septiembre, finalmente, entré a la Facultad de Filología. Acudí a la primera conferencia, sobre lingüística, creo, y recuerdo que esalí llorando porque no entendí nada, ni una palabra. Y pensé: «No voy a poder». Pero pudieron más las ganas que tenía de estudiar que cualquier otra cosa.
Para mí aquel año fue duro. Y escolarmente mucho más duro que para los rusos, porque yo tenía, antes que centrarme en las materias, entender primero el vocabulario. Pero al final terminé la licenciatura, la maestría y el doctorado. Y ahora, cada vez que puedo, me escapo a Rusia un mes o dos porque es un país que ejerce en mí una fascinación muy grande.
La fascinación por Rusia
Lo que me llevó a Rusia a los dieciocho años fue un espíritu viajero, aventurero, romántico. Me imaginaba los campos rusos nevados. Pero la realidad fue muy dura. Y conquistar Rusia -es decir, hacerla que mostrara su faz más amable, más querible- fue muy arduo y difícil pero de grandes recompensas. Por ejemplo, ahora estoy traduciendo algo absolutamente fuera de serie de Marina Tsvietáieva . Y cada vez que tengo la posibilidad de leerla y la posibilidad de traducirla, eso me hace ver lo afortunada que fui de haber podido ir a la Unión Soviética y aprender el ruso porque de otra manera ese universo de Marina Tsvietáieva en el que me muevo y que he hecho mío también, y que es mi vida, no habría sido posible si en determinado momento hubiera dicho esto es suficiente y me hubiera regresado a mi casa.
Ese hecho de guantar y de conquistar una cultura, una ciudad, un país, te acerca a tu propia historia, de labrarte tu propio destino, es importante. Al menos para mí es muy importante. Y algo parecido me pasó con Grecia. Y sí creo que el oficio de traductor debe responder a una vocación, porque el traductor que traduce para ganarse la vida no va a disfrutar de los textos como se disfruta cuando la actividad parte de una vocacion. Yo sufro -lo digo en serio- el día en que no puedo traducir, lo vivo muy mal. Yo necesito mis horas para mis textos, para mis palabras, para mis diccionarios, para mis autores.
Hacerse traductor
Recuerdo el año, el día y el minuto en que decidí convertirme en traductora. El último año de carrera fui a una oficina llamada Agencia de Derechos de Autor. Estaba buscando una obra de teatro para mi papá, o algo así. Ahí conocí a un señor con el que entablé cierto tipo de relación y que me daba cosas para leer. No que fuera fácil entablar una relación amistosa con un funcionario de gobierno. A ellos les interesaba que sus autores se tradujeran para cobrar derechos y para que su literatura saliera y se difundiera en el extranjero.
Un viernes a mediodía este señor me entrega un sobre manila cerrado y me dice «Llévate esto a casa, léelo y me lo traes el lunes». Ya en mi residencia abrí el paquete para ver qué me había dado y empiezo a leer el librito que después se llamó Cartas de verano de 1926, es decir las cartas que se cruzaron Marina Tsvietáieva, Boris Pasternak y Rainer Maria Rilke. Recuerdo perfecto ese viernes por la noche, porque no me fui a dormir hasta que no terminé el libro y cuando lo hice algo me pasó. Nunca en la vida había tomado una pluma para traducir. Yo no sabía que iba a ser traductora, pero no pude hacer otra cosa y comencé a traducirlo, sin más. Era tal la necesidad física, visceral, de hacer eso, que el lunes fui a ver a Víctor y le dije «No te devuelvo el libro porque lo voy a traducir» y él me dijo pero ese libro no está impreso en ruso, porque Marina Tsvietáieva estaba prohibida en aquellos momentos, y yo le dije: «Me da igual. El libro es mío, lo tengo que traducir», y se acabó. Yo era muy jovencita, debía haber tenido unos 23 o 24 años. «En ese caso vamos a hacer una cosa», me dijo Victor, «que te asesore el hijo de Pasternak», porque era un libro muy difícil y lleno de referencias. Así que me metí de cabeza y entonces le hablé por teléfono al hijo de Boris Pasternak. Y cada tarde, él y su esposa se sentaron conmigo a explicarme las dificilísimas frases de Pasternak, de Tsvietáieva, del alemán de Rilke, para que el libro saliera de la mejor manera posible.
Traducido el libro llegué a México en las vacaciones de verano y fui con don Arnaldo Orfila a Siglo XXI y lo convencí. No me explico cómo lo hice pero el libro se publicó.
Desde entonces ha sido más importante mi necesidad de traducir, de ir más allá, de compartir los textos, lo que yo sí puedo dar. Hay una parte, que no sé si los traductores la viven como la vivo yo, una parte de egoísmo. Porque yo disfruto traduciendo. Entonces sí hay una parte de una relación muy íntima con tus textos y tu trabajo. A partir de ahí fue que comencé a reastrear a Tsvietáieva en diferentes ciudades de Europa a las que iba de vacaciones. En Nueva York compré los cinco tomos de su poesía.
Cuando llegué a Barcelona Anagrama me abrió las puertas y me publicó El diablo, El poeta y el tiempo, y eso, a su vez, me abrió las puertas de las editoriales españolas y poco a poco fue apareciendo la prosa de Tsvietáieva en español en traducción mía.
En el caso de Tolstoi yo tomé como referencia los 90 volúmenes de la obra completa, de los cuales 45 son de diarios y cartas, y trabajé sobre eso. Cuando los editores rusos colocaban tres puntos en los textos entonces acudí a los originales para la traducción. Así que mi edición en ERA es una edición completa, sin tapujos digamos, sin problemas de censura.
En los cuatro libros de Tolstoi invertí diez años, haciendo un gran paréntesis en mi trabajo con Tsvietáieva. Terminando lo de Tolstoi regresé a Tsvietáieva, con un libro de Todorov con cartas de Tsvietáieva y otro, que es de los que más me gustan de ella que se llama Viva voz de vida, y el proyecto de traducir las cartas de Tsvietáieva a Ana Kiéskova.
El griego
Lo del griego es una historia más complicada. Me viene a mí desde antes de saber leer. Mis papás viajaban e iban mandando postales a México que mi abuela me leía. Yo debía tener como cuatro años. En una ocasión mis padres enviaron el Partenón, y ese fue uno de los cismas que he tenido en mi vida, aunque a los cuatro años, y desde ese entonces siempre quise ir a Grecia, y cuando cumplí quince años mis papás me mandaron a Grecia. A los dieciocho, al terminar la escuela, fui también a Grecia. Al terminar la maestría en Rusia comencé a estudiar griego moderno en la universidad en Rusia. En verano recuerdo que fui a trabajar a México al Festival Cervantino como edecán del teatro ruso y había un grupo de teatro griego y me acerqué a la edecán para preguntarle si me dejaban estar con ellos para oír griego. Estuve con ellos en varios lados y al final, el día que se iban los griegos, durante el desayuno, me regalaron una beca de dos años para estudiar en Grecia y me fui. Y me sucedió lo mismo que me sucede con el ruso. Entré a una librería, y me cayó un libro, Sueño de un mediodía de verano, de Yannis Ritsos, y me dije: «Tengo que traducirlo». Porque yo no tengo editor, trabajo sin editor porque es la única manera en la que puedo trabajar. Como ahora que estoy traduciendo, cuando acabe la traducción encontraré el editor. El libro se publicó en el Fondo de Cultura Económica cuando Jaime García Terrés era director.
Trabajé con García Terrés gracias a Alba Rojo que me lo presentó cuando yo llegué a México a vivir. Y entonces hice, muy apoyada por don Jaime, los tres volúmenes de ensayos de Seferis; con Gerardo Torres publicamos El prisionero del Cáucaso, de Pushkin, una obrita de teatro de Bulgákov, y muchas otras cosas. Trabajé en el Fondo de Cultura Económica muchísimo y a don Jaime yo lo recuerdo con gran amor y agradecimiento.
El oficio de traductor
Yo traduzco mucho al día. Como vivo en un edificio de departamentos en Barcelona, me levanto a las cuatro y media o cuarto para las cinco y comienzo a traducir. Necesito paz. Esas son las horas de silencio porque los vecinos comienzan a moverse alrededor de las ocho de la mañana. Así que de las cinco a las nueve son mis máximas horas de trabajo. A las nueve me voy a hacer gimnasia. Después del gimnasio regreso a casa, trabajo hasta las dos de la tarde. Despué de comer saco a pasear a mi perra al parque y después trabajo en casa hasta las siete de la noche, más o menos. Y me acuesto muy pronto. En mi escritorio tengo una computadora maravillosa, un diccionario de ruso, en la pared izquierda todos son diccionarios, de ruso, de griego, de mitología, de filosofía, refranes, autores, en fin. Tengo atriles para los libros con los que trabajo. Tengo a la mano otras versiones de los libros que traduzco, etcétera. Es muy interesante cuando tienes otra traducción enfrente y ves qué posibilidades te da cada palabra, según las que ha usado la otra persona usa. Y cuando hay una traducción jugosa con la que puedes dialogar es una maravilla.
El trabajo de traductor, que lo sepan los jóvenes, es muy honrado pero muy encerrado y muy aislado. Hay días enteros en que no veo ni hablo con nadie. Y cuando salgo me sorprenden los ruidos, los colores y me doy cuenta que la vida sigue. Pero ese es el trabajo del traductor y a mí me gusta. No todo el mundo está dispuesto a un aislamiento tan grande. Entonces mis viajes a México, Rusia, Grecia, Francia, han sido mi contacto con el mundo, porque en Barcelona no lo tengo, porque iría en detrimento de mi trabajo.
El primer consejo que yo le daría a cualquier persona que se quiera dedicar a este oficio es levantarse por la mañana y leer buen castellano, un español sonoro, jugoso, no el español de los periódicos, sino el español del Siglo de Oro, del siglo XIX, de los grandes escritores de nuestro siglo, ese es el español que tenemos que leer. Porque si no, no tienes las palabras a la mano y el diccionario no te las va a dar. Eso es una mentira, el diccionario simplemente te va a decir lo que esa palabra quiere decir pero no signifca que sea esa la palabra que tú necesitas. Ni el diccionario de ideas afines, o el diccionario ideológico va a ser la solución. Tú necesitas tener el lenguaje porque es tu intrumento de trabajo. Lo necesitas tener a la mano, en la punta de la lengua, y eso sólo se consigue leyendo castellano.
Yo estoy convencida de que si tú no vibras, no palpitas al unísono con el texto que tienes enfrente, no va a funcionar. Yo creo que sí tiene que haber una atracción, una empatía, un respeto y un desafío en el caso de Tsvietáieva. En el caso de los cuatro volúmenes de Tolstoi el desafío fue dar un retrato de Tolsoti que no estuviera desfigurado, hacer una selección coherente para que nuestro lector tuviera la posibilidad de entender al escritorr humano. Ese fue el gran desafío. En cambio con Tsvietáieva el desafío fue otro, el desafío de la música del texto para que suene el estilo de Marina. Ella pulveriza el lenguaje y a veces lo convierte en juegos artificiales. Es ese juego que a mí me fascina, y es un placer poder encontrar un juego de palabras que pueda darle idea al lector de lo que es leer a Tsvietáieva.
Con otros autores es diferente. Con Maldestam trabajé un librito que me tomó ocho meses hacer y al que no volvería. Sí es un factor que me fascina, pero cerebralmente, y yo no soy una persona cerebral; esa es otra manera de percibir el mundo. Yo con Tsvietáieva vibro y con Maldestam es otra cosa y no regresaría a él porque no lo siento cerca. No puede ser. Porque si tú te sientes a gusto con el autor el texto fluye, y si no te sientes a gusto el texto va a trompicones.
Yo tengo un deseo muy grande: dejar traducida la obra de Tsvietáieva, como un cuerpo, que sea mi voz, que la voz de Tsvietáieva suene a través de mi voz. Porque la toman otros traductores y cada quien hace lo que le da la gana. Y entonces no hay una unidad. Y eso es lo que yo quisiera evitar. Yo creo que Tsvietáieva es absolutamente genial. Y los años que me quedan los quiero dedicar a dejar la obra de completa, porque me gusta, porque ha sido la razón de mi vida. Y si me desvío lo hago chirriando dientes porque es tiempo que le estoy quitando a lo que es realmente mi proyecto de vida. Me acaban de ofrecer traducir Doctor Shivago, de Pasternak, que nunca se ha traducido del ruso sino del italiano.
Y aunque traduzco todo el tiempo a Tsvietáieva, cuando me voy al parque con la perra me llevo mi poema en griego de Ritsos, y lo leo con mi diccionario, y es un bálsamo, es otra cosa, me encanta Ritsos. Pero es un trabajo distinto, la lengua exige otras cosas, el ritmo de los poemas es otro. Es como un contrapeso, un equilibrio entre el ruso y el griego, entre las dos culturas.
Entrevistas con traductores hispanoamericanos
La isla y el archipiélago. Entrevista a Marta Rebón
La pasión compartida, entrevista a JD Victoria.
Ernesto de la Peña (1927-2012), traductor.
realizaron esta entrevista en junio de 2009. Se publicó en el número 158 de la revista Tierra Adentro. La rescatamos y actualizamos aquí, con permiso de Selma Ancira, para la serie de entrevistas con traductores hispanoamericanos.
La obrita de Bulgákov es El departamento de Zoia Yo la tengo y me hizo reír mucho y a partir de allí empezamos a seguir a Selma Ancira como traductora :)
Gran entrevista a una brillante traductora. Aún conservo el tomito de Ritsos y la bellísima correspondencia entre los tres poetas, editada por Grijalbo, con muchos subrayados.
Qué gran entrevista a qué gran mujer
«Para mí —subrayó—, la traducción es un premio en sí misma, porque lo más grande me viene de los lectores que me mandan cartas diciéndome que gracias a mi trabajo, por ejemplo, un libro determinado les ha cambiado la vida».