La isla y el archipiélago. Entrevista a Marta Rebón

Marta Rebón nació en Barcelona. Es traductora, crítica literaria y fotógrafa. Colabora con varios medios periodísticos, como Rusia hoy y Babelia. Ha traducido al español y al catalán obras de Vasili Grossman, Borís Pasternak, Vasili Aksiónov y Zajar Prilepin, entre muchos otros. Algunas de sus traducciones publicadas son El fiel Ruslán, de Gueorgui Vladímov, y Daniel Stein, intérprete, de Liudmila Ulítskaia y El maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov. En el Instituto Cervantes expuso su trabajo fotográfico en la muestra colectiva Universo en español. En 2017 publicó su libro de crónica y viaje La ciudad líquida bajo el sello Caballo de Troya.


Mauricio Salvador: ¿Recuerdas tu primer encuentro con la literatura rusa? ¿Cómo fue?

Marta Rebón: No sonará muy original, pero fue gracias a dos gigantes: Tolstói y Dostoievski. Cuando tenía dieciséis años cayeron en mis manos dos ediciones antiguas, una de La muerte de Iván Ilich y otra de Apuntes del subsuelo. Son dos libros breves, en comparación con sus novelas canónicas, pero leyéndolos te haces una buena idea de lo que puedes llegar a encontrar si sigues explorando los caminos de bosque de la literatura rusa: personajes que perduran, un fuerte componente filosófico, historias incapaces de dejarte impasible. En definitiva, literatura con mayúsculas. Además, con estos dos escritores pasa que en determinados momentos de la vida te sientes más cercano a uno que a otro. No se trata de una disyuntiva, como reza el título de Steiner, pero sí es cierto que cuando eres adolescente te sientes más atraído por los personajes dostoievskianos y su visión trágica del mundo. Luego, o al menos en mi caso fue así, comprendes mejor las ideas de Tolstói. Ahora, traduciendo Los hermanos Karamázov junto a otro colega, vuelvo a estar más próxima, como si de un péndulo se tratara, a Dostoievski.

Aunque más que esos primeros libros, que por supuesto me descubrieron un mundo, recuerdo casi fotográficamente cuando compré algunas novelas rusas que, más tarde, me encargaron traducir, como si hubiera tenido una especie de premonición. Me sucedió con Liudmila Ulítskaia, cuyo Sinceramente suyo, Shúrik compré en una librería de San Petersburgo y al cabo de pocos meses lo estaba traduciendo para Anagrama. Y en otra librería de segunda mano, Gibert Jeune de París, encontré una edición de L’Âge d’Homme de Vida y destino, la gran novela de Vasili Grossman que traduje al español y al catalán y que obtuvo un éxito inesperado.

MS: En cuanto a la lengua rusa como tal, ¿cómo fue el proceso de adquisición? ¿Hablas otros idiomas?

MR: La verdad es que decidí estudiar Filología eslava guiándome por la intuición, pues conocía las obras de algunos autores clásicos y poco más. Había cursado una licenciatura en Humanidades y me apetecía profundizar en una lengua y cultura distintas a la mía. Y vaya si lo hice: tuve que volcarme por completo en el estudio del ruso, me parecía dificilísimo, aunque menos que el polaco, que era la otra lengua obligatoria. Me concedieron una beca para seguir estudios en Varsovia. La cultura y literatura polacas son apasionantes, pero opté por dar prioridad al ruso. Durante la carrera pasé algunos veranos en San Petersburgo para ahondar en el conocimiento de la lengua, aunque mi gran escuela ha sido la traducción. No sólo he traducido del ruso. También del inglés he vertido títulos de autores como Aravind Adiga o Elif Batuman. En general, me encantan las lenguas. Aprendí italiano mientras disfrutaba de una beca Erasmus, que me permitió estudiar arte clásico y renacentista, y luego seguí perfeccionándolo, leyendo su literatura. Cuando viví tres años en Bruselas, también refresqué el francés. Mi otra lengua materna es el catalán, idioma al que he traducido libros de Liudmila Ulítskaya y Vasili Grossman, entre otros, o más recientemente, por ejemplo, dos obras de teatro contemporáneo ruso.

MS: ¿Cómo es tu proceso de traducción? Es decir, cuál es tu método, tu manía, tu sistema.

MR: Creo que mi método a la hora de traducir es un poco peculiar y escapa a esa imagen del traductor de vida retirada, que se aísla y encierra en una habitación a cal y canto sin ver casi el sol hasta que finaliza un encargo editorial. La tarea de traducir es ya de por sí demasiado dura y exigente como para someterse a los rigores de la clausura. Lo ideal sería disponer de tiempo de sobra para poder consultar toda la bibliografía relacionada con el título en el que se está trabajando, revisar el texto todas las veces que se desee, etc., pero la realidad es otra, y a menudo hay que lidiar en pocos meses con obras literarias que se escribieron en años. Hay que “tirar de oficio”, en el buen sentido de la expresión. Y el oficio, claro está, se va perfeccionando con la práctica y con la lectura, que ha de ser omnívora. Cuando estoy inmersa en una traducción lo compagino con otras experiencias: viajes, proyectos fotográficos, artículos periodísticos, escritura personal. Traduje Vida y destino durante mi estancia en Bruselas, Una saga moscovita y El doctor Zhivago en Quito, Daniel Stein, intérprete entre San Petersburgo y Pekín, etc. Son traducciones viajeras, así que me adapto al lugar donde estoy en cada momento. A ser posible, necesito una mesa con luz natural y una silla cómoda, pero hay momentos en que también puedo avanzar en una traducción o revisarla con ruido de bar de fondo. Me parece interesante que, además de rigor filológico, haya experiencias vitales detrás de una traducción. Lo más importante es hacer emerger la profundidad de los textos, como cuando se lee con atención, porque la literatura no se limita al conocimiento de las palabras de un diccionario. Lo cierto es que, cuando traduzco, no sigo una metodología muy estricta, tampoco me marco unos horarios fijos e inamovibles. Hay que intentar “escuchar” al libro: cada uno te pide cosas distintas. No es comparable la sintaxis dostoievskiana, salvaje y compleja, con la cuidada prosa de Ulítskaia. Cada novela tiene un ritmo, sus exigencias. Sí que soy amiga, y además muy fiel, de algunos diccionarios, pero siempre trato de ir incorporando herramientas nuevas. Los buscadores de Internet permiten encontrar soluciones con gran rapidez. Creo que antes de Google la traducción tenía un carácter, por decirlo así, más heroico. La cultura rusa, además, ha sabido volcarse en Internet. Casi todo el acervo cultural y literario ruso está disponible en la red, y es fácil encontrar estudios críticos, glosarios especializados y textos de referencia que facilitan la tarea. La traducción tiene algo de palimpsesto, es bueno también tener en cuenta el trabajo de los colegas que te han precedido. Entiendo la tarea de traducir como algo vivo, en que cada uno aporta su granito de arena para el que viene detrás.

MS: ¿Podrías elaborar más respecto de las «experiencias vitales detrás de una traducción»?

MR: Quizá insista en algo que resulta evidente, pero traducir no es trasladar únicamente palabras a otro idioma. Detrás de cada obra hay una manera propia de entender la vida y, sobre todo, de transmitirla. Para mí, a la hora de verter un texto, es importante insuflar el aliento que le dio su autor, algo que va más allá de reproducir oraciones. Por tanto, son de gran ayuda experiencias y conocimientos que no son sólo filológicos sino también personales.

MS: ¿Tienes algún proyecto personal específico como traductora?

MR: Antes que nada quiero retomar la traducción de otras lenguas, como el francés o el italiano, pues en los últimos años me he centrado sobre todo en el ruso y el inglés. Los cambios siempre son estimulantes. Por ejemplo, también combino la traducción literaria con la técnica, en que trabajo con textos más cortos y de temas muy especializados. Además, estoy buscando la fórmula de gestionar mejor los encargos y favorecer la colaboración con editoriales con las que tenga una afinidad especial, pues hay algunas en las que te consideran un simple proveedor y no se establece ninguna complicidad. También estoy trabajando en un proyecto editorial en que no sólo tendrán cabida títulos rusos, pero aún está en una fase incipiente, así que es pronto para dar detalles. Tampoco descarto autoeditar puntualmente algunas de mis traducciones y de mis textos.

MS: ¿Hay maestros de la traducción que hayan guiado o inspirado tu trabajo?

MR: La verdad es que no. Cada traductor traza su propio camino y ajusta su método a fin de abordar un trabajo para el que no hay manuales que valgan. Lo que sí es importante es algo tan etéreo como la inspiración, venga de donde venga: literatura, fotografía, viajes, escritura. Como ya he comentado, concibo la traducción no como un fin en sí mismo, sino como un puente para otras actividades. Julio Cortázar, gran traductor, recomendaba que cuando alguien se atrancara con la escritura se pusiera a traducir una temporada, aunque fuera por su cuenta. Era la mejor manera, decía, de recuperar o conseguir la soltura. La traducción es un valioso taller literario: se ejercita la comprensión de la arquitectura textual, se amplían los campos semánticos y la forma de jugar con ellos y, muchas veces, se descubren, directa o indirectamente, temas, personajes, historias, que te proporcionan ideas para proyectos personales. De una de mis últimas traducciones, por ejemplo, ha surgido un proyecto de ensayo literario y fotográfico. La traducción, para mí, es una isla dentro de un archipiélago.

MS: Por último, ¿cuál es tu recomendación para quien decida dedicarse a la traducción?

MR: Soy poco amiga de prodigar consejos, pues lo que para mí sirve, para otro resultará inútil. Pero aquí van algunas recomendaciones muy obvias: si uno quiere dedicarse a la traducción literaria es imprescindible ser lector y escritor: todo está en lo escrito, en los buenos libros. Traducir puede ser muy enriquecedor si se combina con otras actividades, pero muy esclavo si se opta exclusivamente por ello como medio de vida. Es absorbente y a veces desagradecido. Se puede vivir de un modo digno, pero las condiciones de trabajo están lejos de ser ideales. A la vez, es un oficio maravilloso para formarse y aprender cosas nuevas a diario. No caes en la rutina, ni puedes poner el piloto automático, porque la literatura es siempre descubrimiento. Otra recomendación: ármate de paciencia, porque cuando traduces libros largos parece la travesía del desierto. Es preciso ser constante y tener disciplina. Eso sí, no hay nada que satisfaga más que poner el punto final.


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nació en 1979. Vive en la ciudad de México.

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