La tragedia nunca llega

Antes de leer debe saber que recomiendo a Tomás González a ojo cerrado. Va de segundo en mi lista “Escritores para ser su María Kodama”.

Me tocó comprar este libro. De todas maneras lo iba a comprar pero no tan rápido. El lejano amor de los extraños no fue memorable y ya para este pensé que era mejor que me lo regalaran. La cosa es que estaba en Libélula Libros, de visita en Manizales, y allá muy queridos abrieron el libro para que lo leyera sin comprarlo mientras pasaba el sábado. Lo desempacaron, me ofrecieron tinto como cuatro veces, me dieron papas, helado y me dejaron leer. Faltando como una hora para que cerraran iba por más de la mitad y seguro cuadraba alguito para quedarme hasta terminarlo. Iba en la página 77 y son solo 147. Esto lo termino y me ahorro la comprada. Pero llegué a la página 79 y estaba rasgada. Nada escandaloso, una cosita de pipiripao en la que no hay papel perdido y ni se tocan las letras, pero eso en librero es un crimen. El día antes el librero amigo me había mostrado un libro con nada en la portada, un blanquito ahí que solo lo ven ellos y ya, pero que lo devolvían porque eso así no se vende. Jueputa. Sólo yo he tocado este libro y cómo es que lo rompo. Vida maldita. Entonces me tocó comprarlo porque con qué cara se lo devolvía a los libreros. Después los libreros se lo vendían a alguien de su distinguida clientela, el distinguido cliente encontraba el daño y hacía el reclamo y las investigaciones me dejaban a mí como única culpable: mis entradas a Libélula serían entonces vigiladas de reojo por el resto de los días y ya nunca más me podría sentar a leer sin pagar. Pasé el resto de la noche leyendo y pensando que yo bien pobre comprando este libro tan malo. Pero leía. Leí incluso en el viaje de regreso de Manizales a Medellín, aun cuando me prohíbo leer en los carros porque me mareo como nadie se marea y vomito y vomito. Además en esos carros no hay ventanas para sacar la cara y a nadie le gusta sentarse al lado de alguien que vomite. Ni mareada ni aburrida con el libro pude dejar de leerlo.

***

No es que no sepa dejar de leer los libros que no me gustan: con El mapa y el territorio no pude, amigo, no pude. Es el asesinato más aburrido de la historia. No creas que leo lo que me aburre porque soy de esas que dicen uno tiene que terminar todo lo que coge. También dejé de leer Lolita porque salió uno nuevo de Harry Potter. Lo mismo Madame Bovary, porque a los dieciséis años uno necesita otras cosas. Cuando no lo soporto más, dejo de leer.

***

El primer libro que leí de Tomás González fue Primero estaba el mar. Hasta ahora es mi favorito. Después leí Abraham entre bandidos, La luz difícil, El lejano amor de los extraños y este, Temporal. Pecaré de atrevida y diré que este man como que está escribiendo por cumplir.

***

Pero no dejé de leer. Por la noche, mientras el librero se tomaba una cerveza y yo leía, paramos las dos cosas un rato y le dije que lo que me gustaba de Tomás González —lo que me gusta— es que es humilde. ¿Humilde cómo? No tiene palabras de más, es simple. Quisiera decir que sofisticado pero sofisticado no sirve para decir que este man la piensa pero no se le nota. Todo lo que le he leído está escrito con palabras de usted y yo e igual uno queda abrumado. Pecaré de nuevo —ahora con un cliché—: Tomás González hace que uno esté ahí.

***

Temporal en 167 palabras: un hombre para el cual sus hijos, los gemelos Mario y Javier, son una carga desde que nacieron. El viejo, perro como ninguno, construyó un hotel en una playa cercana a Tolú (diría que es en Coveñas, porque Tomás es paisa y allá paseamos los paisas) donde trabaja con ambos y se emborracha a ratos. Los acompañan la mamá de los gemelos (autodenominada la Reina de Persia Sajamarakajanda V), Iris (la nueva concubina del padre), el hijo que el viejo tiene con ella, unos cuantos empleados y los huéspedes de temporada. Los hijos odian su papá y este a su vez desprecia a sus hijos. La madre desvaría. El océano en un día de tormenta y mar de leva es lo que está de fondo. El hombre y sus dos hijos pasarán veinticuatro horas en una lancha minúscula mientras que los que se quedaron en tierra esperan que no vuelvan o vuelvan a medias. La gente del pueblo nunca saldría a pescar en un día como ese.

***

Debo aceptarlo de una buena vez: algo del libro me gustó pero yo esperaba más y, hombre, ¿cierto que esto fue por puro compromiso editorial? En Temporal también estaba ahí pero con afán y solo por curiosidad de ver qué va pasar con el papá y los hijos y por reírse con la Reina de Persia Sajamarakajanda V. Lejos, extraño y muy diferente de como estuve con J., el protagonista de Primero estaba el mar —me acompañaba un sentimiento de tristeza desesperada y oscura que aumentó con cada día horrible en esa playa medio maldita—. Tampoco es una estancia tranquila, resignada, ahogada, de compañía, como la de La luz difícil.

Escribo y entiendo que lo que más me molesta es que sea una historia sin fin. Todo el tiempo va a pasar algo y, bueno, sí pasa, pero no pasa la cosa para la que uno cree que lo preparan. Uno se imagina que la lancha va a quedar cubierta de sangre porque Mario o Javier matarán al padre para vengar la locura de su madre, o que de pronto, en una vuelta a la tuerca, Javier mata a Mario por defender al padre y que la madre mata a todos los que se quedaron en el hotel con ayuda de la maligna Carlota porque eso es lo que hace una loca. Uno espera eso: el mar y una tragedia concreta. Pero la tragedia nunca llega. Tengo que aprender a lidiar con el desconcierto. Este libro es como una mezcla de todo lo que se le ocurrió al señor González mientras el editor lo acosaba: el padre y sus hijos están en plena pelea con el mar, con ellos, con el odio que sienten y taque, sale un tal Yónathan de ocho años a hablar en primera persona y sin flow sobre los días en Playamar. También hablan Johana, la esposa de Dairon, Dairon, una niña hija de rico, el rico, un pintor, y todo aquel que pisó el hotel mientras pasaba ese día tan aburrido y, bueno, con el primero uno dice esto es otro lado de la historia, estos son los que al final le van a contar a uno todo, y no. No cuentan nada. Tampoco lo hacen las voces que acompañan a la Reina. Acá peco por bruta pero no entendí ni uno de los versos y las metáforas de esa gente:

«Regresaron a la casa, se despidió la vecina y se fue con la niña, que nunca se despedía.

— Temporal que cruza la brújula. Sextante que no marca horizonte.

— Sí, ya sé, no me lo tienen que repetir tanto. Cansones. ¿Saben qué? Mejor hagamos una fiesta».

 

«5 a.m.

Nora había sentido al mellizo, pero prefirió que la creyera dormida. Sonaron los motores como una matanza de cerdos y desde el cielo raso cantó el coro de profetas:

— Sones de fondo que alumbran las estrellas. Borrasca Castañeda.

— Correcto –respondió Nora–. Esas cosas pasan. Así es la vida».

***

Quise dejar de leer. Romper el libro. Llamar a preguntar a quién putas se le había ocurrido esa primera persona tan poco persona:

«7 a.m.

Soy el turista anciano de la cabaña cinco. Es la que tiene la mejor vista al mar, así los inodoros no suelten bien y el anjeo de las ventanas deje pasar los zancudos. Me trajeron mi nieta mayor y su marido. En la vejez uno se despierta demasiado temprano y por eso alcancé a ver por las persianas al papá cuando salía con la atarraya y al mellizo cuando prendía la Coleman y empezaba a alistar la lancha. (…)»

«Somos los turistas.

Yo soy la niña de siete años, muy rubia, de Medellín, que se clavó la púa dorsal de un pez barbúo en el pie, y a quien un niño negro le acaba de orinar la herida, para quitarle el veneno. Llegamos ayer casi de noche con mis papás y dos tías. Me desperté, salí corriendo a meterme al mar, y el agua no me llegaba todavía a la rodilla cuando, pácata, pisé el pescado y me enterré la púa. No alcancé a saber nada del dueño del hotel ni de sus hijos, pero conozco el dolor horrible de la púa y el calor de los orines del niño (…)».

«5 p.m.

Me llamo Ligia Maria Zuluaga, estudio cuarto de primaria en el Colegio María Auxiliadora y vivo en el barrio La Floresta, Medellín, Antioquia, Colombia, Suramérica, América, la Tierra, la Vía Láctea, el Universo. Qué bonito me ha parecido el mar».

¿En serio, señor?

***

Pero no dejé de leer. Quise comer ñame. Quedé abrumada; no pude dejar de pensar en Mario, Javier y el Padre y lo que sentían en la lancha, lo que los movía a hacer y no hacer. Son las palabras, las escoge bien:

«—A veces come y se calma –dijo la mujer, que llevaba más tiempo que la muchacha en el hotel–.  Ve y traéle el sancocho. Yo la entretengo. Sírvele bastante, ¡porque come…! No le pongas cuchillo ni tenedor. Ponle una de esas cucharas de plástico.

—No sabe entretenerse el coño y ya te quiere entretener a ti –murmuró al oído de Nora la maligna Carlota, la de las muchas cirugías faciales, la de la cara empastelada de nauseabundo maquillaje, y ella cayó en la provocación:

—No te sabes entretener el coño y me quieres entretener a mí –repitió en voz demasiado alta, y las madres escandalizadas que presenciaban todo desde los corredores, acompañadas de sus criaturas, seguramente se quejarían después ante el Rey, si este regresaba».

«Sonó la voz. Esta vez Javier no le apuntó con la linterna a su hermano, pues se dio cuenta de que también la había oído y había empezado a trazar una curva que los acercaba. La voz se hizo más audible, más de este mundo. Se produjo una serie de relámpagos y Javier alcanzó a ver la cabeza del padre en lo alto de una ola. Alumbró a Mario, y vio que él también lo había visto, así que no tuvo necesidad de gritar ni señalar nada. La lancha tomó la ola de sesgo y trazó una curva que los acercaba aún más. «¡Aquí, aquí, güevones!» Alumbraron los relámpagos y lo vieron agitando los brazos en el agua; dejaron de alumbrar y solo quedó el chorro de la linterna, que ya alcanzaba a llegar hasta donde el padre se sostenía».

***

Tengo una teoría: En la página 54 uno de los huéspedes habla de Ibargüengoitia. Cuando le pregunté al buen librero que si era alguien de verdad, dijo que se llamaba Jorge y a los días me mandó esto. Página seis, párrafo cuatro:

Al contestar la primera pregunta, el conferenciante declaró que escribía por deformación profesional. Los escritores se llaman escritores porque escriben y tienen que seguir escribiendo para seguir llamándose escritores. Los escritores son como las gallinas, que tienen que poner un huevo de vez en cuando para justificar su existencia.

Yo creo que eso es Temporal: un huevo que Tomás González, vaya usted a saber por qué, tuvo que poner. Él lo sabe y dejó esta pista.

by María Camila Vera

es periodista. Nació y creció en Medellín pero espera irse de esa ciudad antes de que le llegue la muerte.

0 Replies to “La tragedia nunca llega”