A 24 años de Chávez-Taylor

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1990. Mirar hacia ese año es pura nostalgia. Murió mucha gente cuyo apellido empezaba con la letra G: Ava Gardner, Greta Garbo, Gory Guerrero; también Manuel Puig, Reynaldo Arenas y Cri Cri; los soviets se desintegraban; el viejo muro de Berlín era derribado a golpes de mazo; Octavio Paz ganó el Premio Nobel de Literatura; se creó el Instituto Federal Electoral; nacieron Emma Watson, Kristen Stewart, Jennifer Lawrence y, por supuesto, Ricky Rubio, y se lanzaron al espacio exterior aparatos de todo tipo con el fin de mostrarnos lo pequeños e insignificantes que éramos, somos y seguiremos siendo.

Pero lo importante para este texto es que al comienzo de 1990 la figura indiscutible del boxeo era Mike Tyson. En febrero siguiente, sin embargo, un boxeador llamado Buster Douglas lo noqueó en el décimo asalto. Tyson cayó a la lona, boqueó como un pez en busca de aire y, ya sin protector bucal, hizo lo humanamente posible para levantarse, y no lo logró. Un niño de seis meses habría podido levantarse con menos dificultades. A partir de ahí Tyson no fue el mismo, y sin su imagen omnipresente fue el momento para que peleadores de pesos más ligeros comenzaran a brillar, verdaderamente.

Un 17 de marzo, hace 20 años, los dos peleadores más grandes del momento se enfrentaron. Era la pelea del trueno contra el relámpago, de la velocidad explosiva de Meldrick Taylor contra la potencia de Julio César Chávez. Quienes hayan visto últimamente una transmisión de box por TvAzteca habrán escuchado a un Chávez borracho, fanfarrón, lleno de rencores hacia otros boxeadores. En 1990 era todo amor, por así decir. México no tenía un peleador igual. Entre los ligeros sólo había un puñado de boxeadores que hipotéticamente podían ganarle. Taylor era el mejor de ellos. El medallista de oro parecía el antídoto perfecto para Chávez que, como todo mexicano, era famoso por comenzar lento, por pelear dentro y tener el clásico golpe mexicano, el gancho al hígado.

Pero Taylor tenía una velocidad tan explosiva que a la hora de la pelea las apuestas se habían decidido apenas un poco a favor de él. Y con razón. Su rapidez de manos y pies hizo que gravitara alrededor de Chávez como un planeta vuelto loco, lanzando combinaciones a la cara impávida de JC, saliendo y entrando y de vez en cuando deteniéndose en medio del ring para intercambiar golpe. Todo parecía ir saliendo a la perfección. Chávez no tenía la velocidad para contragolpear y su única esperanza dependía, paradójicamente, de la valentía de Taylor, a la hora de intercambiar golpes en el centro del ring. Taylor ganó cómodamente la mayoría de los rounds con combinaciones de tres, cuatro y cinco golpes que Chávez no podía contrarrestar.

la segunda mitad de la pelea mostró que a pesar de estar abajo en las tarjetas, Chávez había conectado sin duda los golpes más poderosos. Taylor sangraba por la boca y probablemente había sufrido ya fracturas en los pómulos. Poco a poco la gente comenzó a advertir que la pelea tomaba otro ritmo. Chávez siguió yendo para adelante, sin descando, sin frustrarse, mientras Taylor bailoteaba a su alrededor, conectando suaves golpes que Chávez recibía sin inmutarse. Hacia el onceavo round la pregunta ya no era si Taylor ganaría, sino si podría mantenerse en pie para el último asalto. Su cara se había hinchado de manera grotesca, había perdido velocidad y la sangre seguía manando de la nariz y la boca. Chávez, mientras tanto, seguía avanzando.

El doceavo round fue uno de esos rounds que muestran por qué el boxeo es grande, por qué no es el mismo juego de todas las semanas entre 22 tipos persiguiendo un balón (espero que no lean esto mis empleadores de GyP). Una vez que alguien te saca el alma a golpes, ésta jamás regresa. No vuelves a ser el mismo. Y para algunos el precio puede ser muy alto.

Lou Duva aconsejó a Taylor salir por el nocaut. Iba arriba en las tarjetas así que mandar a Taylor a noquear a Chávez no fue sino suicida. ¿Por qué no corrió? ¿Por qué no huyó de Chávez, camino de la victoria? En vez de eso se plantó frente a Chávez a intercambiar golpes. Los que venían de los guantes de JC eran duros, duros golpes a la cara fracturada, al cuerpo deshecho, a los brazos doloridos. Taylor comenzó a tambalearse. Un gancho de izquierda encontró su mandíbula. Quedaban quince segundos. Taylor trastabilló, sus tobillos se quejaron, su visión se nubló. Después Chávez acomodó la cintura y lanzó un recto de derecho que dio a Taylor limpiamente y lo mandó a la lona. Richard Steel, el réferi designado, comenzó la cuenta regresiva. Taylor se tomó de las cuerdas, se levantó a los seis segundos. El público, que había visto cómo Taylor dominaba a Chávez, se volvió loco.

Taylor, aún sostenido de las cuerdas, miraba vidriosamente hacia la nada.

-¿Estas bien? -preguntó Steel.
Taylor no contestó. Lou Duva había subido al ring, distrayéndolo.
-¿Estás bien? -repitió Steel.
Taylor tampoco contestó.

Viéndolo así, Steele lo protegió con su cuerpo, como si Chávez fuera a emerger de la nada para ultimarlo con un último golpe. Al abrazarlo alzó la mano derecha diciendo que la pelea no continuaba más. Victoria por nocaut técnico cuando sólo quedaban dos segundos. Chávez se volvió loco, Duva se volvió loco, el respetable perdió la razón. Taylor miró con ojos estupefactos a Steele que lo tomó de las mejillas, confortándolo, y le quitaba el protector.

Después de veinte años esta pelea sigue provocando debate. ¿Hizo bien Steele en parar la pelea? ¿Merecía Taylor esos dos segundos, a pesar de la paliza que le habían propinado? ¿Merecía Chávez ganar? ¿Y por que Duva aconsejó a Taylor que saliera por el nocaut, en vez de mandarlo a evadir a Chávez?

Para Taylor el precio fue muy alto. Había recibido una paliza en el cuerpo, el cerebro y el espíritu. El medallista olímpico no sería jamás el mismo. Tras la pelea fue llevado al hospital. Orinaba sangre, tenía fracturada la cara, desecho el hígado. A partir de ahí su vida fue una lenta debacle y los golpes recibidos los dejaron sin luz en los ojos y con un habla incomprensible.

Chávez lo noqueó fácilmente en la revancha. Fue entonces cuando se convirtió en un héroe. Con los años a él también le cobrarían la cuota de la fama y el poder.

by Mauricio Salvador

nació en 1979. Vive en la ciudad de México.

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