Una tarde en las peleas

Foto de Marisol Rodríguez

“El dolor te cambia. Y hay lecciones potenciales en ser lastimado por otro, en lastimar a otros, en ver cómo otros son lastimados. En ese sentido el dolor tiene sentido; puede educarte.»
–Carlo Rotella

 

***

Cuando Gabriel Acosta y Leobardo Hernández comenzaron a repartirse golpes en el centro del ring, el público captó que se encontraba ante una pelea diferente. Hay ciertos rasgos, movimientos y actitudes, que evidencian de inmediato a aquellos boxeadores que comprenden lo que es moverse en el ring, lo que es golpear y ser golpeado, lo que es «conversar» con el oponente sin caer en pánico ante la violencia o el dolor que ésta produce.

Sin siquiera pensarlo cualquier espectador habría dicho que Acosta era el más fuerte de los dos. Era algo visible en la estructura de su cuerpo que se reflejaba en la solidez de su rostro, realzada más por efecto del protector bucal y la mirada de seria convicción. A nivel del suelo Acosta posiblemente no llegue al 1.70 m. de estatura, pero sobre el ring hay algo en su energía y en la configuración general de su cuerpo  que lo hace ver inmenso e intimidante.

Hernández, en comparación, poseía un cuerpo más normal, cilíndrico, quizá porque el espacio entre sus omóplatos daba la idea de que en un futuro podría albergar muchos más kilos de los que cargaba ahora. Sin embargo, en el ring era un boxeador tan capaz como Acosta y si bien al final de cada round  regresó a su banquillo machacado de la ceja derecha (donde los rectos y ganchos de Acosta tocaron una y otra vez), sólo un descreído total habría sido capaz de negarle la posibilidad de la victoria.

A pesar de la igualdad vista en el primer round, en los siguientes dos el público se percató de que el poder de Acosta era real. No era sólo una diferencia en cantidad, sino en calidad. Por supuesto intentar explicar el poder de un peleador es como querer explicar una verdad evidente pero misteriosa e invisible a la vez, como el esfuerzo de un científico medieval explicando las órbitas. En un gimnasio uno puede ver a esos gruesos hombres que hacen temblar los costales de boxeo porque toda su humanidad se impacta contra ellos. Pero eso no es poder. Giren un poco y concentren la vista y el oído en ese delgado y pálido muchacho cuyos golpes cortos, secos, parecen no afectar al costal, sino dejarlo en su lugar, sacando de él sólo un grito hueco, como de madera, que cavan un sitio específico del costal. Eso es poder. Ese raquítico muchacho capta las energías que lo rodean y sin crear alboroto las condensa en un sólo movimiento sobre un sólo punto.

En el transcurso de tres rounds las derechas de Acosta transformaron lentamente las facciones de su oponente, como quien hunde los pulgares en una masa que aún no endurece del todo y tiene algo de maleable todavía. Dicho en otras palabras, Hernández estaba en la pelea pero como su cuerpo vibraba con cada golpe de Acosta, había cierta expectación por el momento en que su rostro o su cuerpo se quebraran bajo el poder y la persecución de su oponente, o de si lograría soportar el castigo y remontar gracias a un nocaut.

De pronto, ya entrados en el cuarto round, un gancho izquierdo impactó contra Hernández lanzándolo a la lona como un hombre que se avienta hacia atrás en espera de que alguien lo atrape con los brazos. Así de sorpresiva fue la caída. La lona recibió, en orden, sus glúteos, los guantes, la espalda y posiblemente la cabeza. Para todos, incluido el réferi, parecía una clara señal de que era el fin.

Desde mi lugar la aparatosa caída tuvo un efecto menos impactante que el que debió tener a la distancia, porque la perspectiva no permitió ver cómo el cuerpo caía cuan largo era, sino que de pronto, a la altura de mis ojos fueron visibles la espalda y la cabeza del derrotado.

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El réferi comenzó la cuenta de protección y yo me giré para ver qué pensaba mi interlocutor, con quien había comentado algunas de las peleas anteriores. Sólo que esta vez tenía la cara descompuesta y sus ojos, antes oscuros, se habían llenado de lágrimas y brillaban bajo las luces de la televisión.

Me miró mientras el réferi continuaba la cuenta.

-Yo veo esto y me pongo a llorar -dijo. Porque mi interlocutor hacía algo que la mayoría de los espectadores no suele hacer, pensar más allá de la pelea, evadir el contexto en el que todos hemos dejado en suspenso ciertos valores (¿o cómo soportas ver a un chico molido a golpes?), para hacerse preguntas más serias acerca del hombre que había golpeado la lona. Y aún más, mi interlocutor pensaba en él como persona, con una historia, una familia, expectativas, mientras el resto del público lanzaba gritos porque acababa de ver justificado el dinero que había invertido en su diversión. Por un momento sentí que semejante sentimentalismo estaba fuera de lugar, pero al ver a Hernández incorporarse con ayuda del réferi y de su esquina, y al verlo emitir ese gesto en el que todas sus expectativas estaban acabadas, traté de hacerme las mismas preguntas que el doctor a mi lado se hacía con lágrimas en los ojos.

Porque así son las peleas. Hubo demostraciones de perseverancia, como la de José Meraz, El Inocente, que a fuerza de voluntad logró vencer a su más alto y fuerte oponente, Jordan Alcántara; o auténticas demostraciones de gracia como la de Alexis Hilario Hernández al enfrentar al oaxaqueño Abelardo Mateo. Son lecciones que uno no pensaba recibir. Nada, sin embargo, es superior a un nocaut, algo de lo que Acosta y Hernández podrían opinar con verdadero conocimiento de causa.

by Mauricio Salvador

nació en 1979. Vive en la ciudad de México.

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