¿Cuál es el papel de la ficción en esta era de saturación informativa?

 

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El novelista inglés Tom McCarthy

 

 

Decía el otro día Tom McCarthy en The Guardian que, como novelista, está fascinado por la figura del antropólogo (y, en particular, por la del etnólogo Claude Lévi-Strauss). Figura que, para él, representa al escritor vaciado de toda tontería y pomposidad, reducido a su estructura esencial, a su función básica. Es aquel que mira al mundo y lo reporta, el antropólogo.

El padre de la antropología moderna,  Bronisław Malinowski, decia que uno ha de anotarlo todo, que luego nunca se sabe de dónde surgirá la clave para la interpretación; una visión muy parecida, nos dice McCarthy, a la del fundador de la literatura moderna, Stéphane Mallarmé, quien afirmaba que todo lo que existe esta ahí por la razón de que ha de acabar adentro de un libro o como un libro, mismamente.

El escritor como un etnógrafo vanguardista, la novela como un Gran Reportaje que todo lo contiene. Ambas son ideas encantadoras, opina McCarthy.  Pero la antropología tiene un gran problema, y es que la supuesta pureza que su mirada delimita no es más que una ilusión, una ausencia de interpretación y análisis. Y es que toda vez que el antropólogo fija las coordenadas de lo que observa, esto es, enmarca su foco de observación, el misterio acerca del sujeto que estudia desaparece. Dicho de otra manera: escribir sobre algo puro implica imponer múltiples significados, en la búsqueda de una ambigüidad que sirva para mantener el misterio desde el cual la misma escritura emerge. Vaya, que es una paradoja: imponer sentido a un hecho pre-cognitivo, con el fin de generar un misterio post-cognitivo.

En cualquier caso, hoy la mirada del antropólogo ha pasado del estudio de lo primitivo al estudio de las sociedades evolucionadas. Así, hoy la tribu somos nosotros, y el antropólogo forma parte de esta misma tribu. De esta forma, la distancia entre el campo de estudio y el hogar del investigador se ha borrado. Y ambos espacios conviven hoy juntos (si no son el mismo). Mas, en cualquier caso, hoy los antropólogos trabajan para las corporaciones, narrándoles modos de penetrar mercados, aconsejando a ciudades sobre el modo de contar su marca o re-dirigiendo las políticas de los gobiernos. Así las cosas, nos dice McCarthy, las corporaciones se han convertido en el epicentro desde el que hoy se generan y transforman las narraciones y ficciones, metáforas y metonimias y símbolos relacionales más dinámicos e incisivos de nuestro mundo. En definitiva, que la literatura se ha refugiado en la nostalgia (relegando su espacio a una suerte de realismo incuestionado), en tanto que las compañías digitales y las consultoras se han hecho cargo de la vanguardia cultural.

Es Google (y las compañías afines), opina McCarthy, quien se ocupa hoy de acometer la tarea esencial del escritor: recoger los fragmentos de los órdenes viejos de la experiencia y la representación y proponer nuevas formas radicales, trazando nuevos espacios y modos de la realidad,  organizándolos de manera creativa para entender este nuevo mundo emergente.

Un mundo, el del capitalismo corporativo, cuyo crecimiento acelerado de los últimos años obliga al escritor a repensar de manera total y absoluta su rol y función, forzándole a crear una cartografía nueva de su universo al completo. No hay espacio afuera de esta matriz, opina McCarthy, no queda ya ningún espacio de pureza estética, neutral, donde se pueda reflexionar limpiamente. Todo está invadido por el capitalismo corporativo. Todo. Y uno de los puntos cruciales de esta invasión es el de la saturación informativa.

En otras palabras, en los tiempos de Mallarmé se tenía que escribir el mundo; hoy todo el mundo está ya escrito. Hoy todo es un inmenso libro repleto de información y datos. Ese Gran Reportaje que mencionábamos antes se escribe él solo, a nuestro alrededor, continuamente. Lo que nos llevaría a promulgar una suerte de «lectura automática» del mundo. Pero, quién es capaz de hacer eso, eh? Tal vez solo un programa de software especializado, pero no un ser humano, desde luego.

Esta idea de la modernidad como escritura, el mundo como máquina de escritura, ya la avanzó en los años ochenta Michel de Certeau, quien decía que esta máquina «transforma a los sujetos que la controlan en operadores de la máquina de escritura que los utiliza y les da órdenes». Queda, sin embargo, un hueco: el del código indescifrable. Introducir agujeros enunciativos en la sintagmática organización de sentencias declarativas del mundo. Ser cuerpo adentro del lenguaje, imponer sentimiento donde no hay más que datos. Así lo expresaba de Certeau:

«la analogía lingüística de una erección, o de un dolor sin nombre, o de las lágrimas: voces sin lenguaje, enunciados derramándose del cuerpo opaco y memorioso… una afasia enunciativa de lo que aparece sin que uno sepa de dónde proviene… sin que uno sepa cómo puede decirse si no es a través de la voz de otro».

Vaya, que se trata de subvertir la lógica de la máquina: transformar el palimpsesto en un nuevo espacio liminar. De Certeau lo expresa así: «el escritor es un moribundo que intenta hablar». En su opinión, los pasos del escritor inscriben la muerte no en una página en blanco, sino en una página negra. Y ahí, en esa oscuridad, el escritor ha de ser capaz de alterar la atención del otro, en lo que habrá de convertirse en un maravilloso y efímero acto de supervivencia.

La arena de la literatura contemporánea sería para McCarthy un espacio en tres dimensiones, como un mapa digital enriquecido, de tierra de nadie, vulgar, húmeda, un espacio ni-ni (neither-nor). En definitiva, un espacio posthumano, de ultratumba.  Un lugar cercado por la sombra omnipresente y omnisciente de la información y los datos, de un capitalismo suscrito tecnológicamente, donde la figura del escritor diciente queda más bien ridícula.

La impresión que me da a mí es que McCarthy intenta forzar una analogía entre la dialéctica disciplina / no-disciplina del caminante de la ciudad aplicada al territorio de la virtualidad 3d, aplicando los procesos del movimiento a las formaciones lingüísticas (o más bien a-lingüísticas), una formulación, por otra parte, muy siglo XX. No me parece que se equivoca, pero sí creo que no acierta. Porque, en primer lugar, los grandes escritores siempre han escrito como si estuviesen muertos, sus textos venían siempre del futuro. Y, de otro lado, la escritura corporal, la que litiga en ese espacio ausente entre la vida y la muerte, no puede proponer ni concebir sentido, sino más bien propulsar un hálito. Dicho de otra manera: el escritor no debe generar sentido, pero sí propiciar un sentido adaptado, en base a reorganizar los sentidos dispersos.

Mi impresión es que el escritor del siglo XXI debe apostar por un sentimiento razonado, ni por una razón sentimental, ni por una irracionalidad exaltada. El escritor del siglo XXI debe llegar a la razón a través de la comprensión despojada del sentimiento. Solo así entenderá que el dato y la información no pertenecen al ámbito del intelecto sino del corazón. Es ahí donde reside la ficción más verdadera de nuestro mundo contemporáneo.

 

 

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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