Mirar la vida desde la ventanilla de un tren

El año pasado, en un club de lectura, alguien me preguntó qué criterio seguía en la elección de mis lecturas. Hay tanto que leer, pensé, que nunca había reparado en ello. No respondí eso; como Libanio, tras la pregunta de un estudiante cristiano si había oído hablar del emperador Teodosio, me aclaré la garganta para pensar en la respuesta. Muchos, le dije: el autor, Don DeLillo, Thomas Pynchon, Denis Johnson, J.M.Coetzee, Pierre Michon, de estos leo todo lo que publiquen; ciertas editoriales, a las que siempre echo una ojeada; las lecturas, unas me llevan a otras; recomendaciones, de una reseña o un amigo; el traductor. ¿El traductor? Se extrañó. Sí, respondí, yo leo todo lo que traduce María Teresa Gallego Urrutia, y es fácil que lea cualquier libro traducido por Miguel Martínez-Lage o por Javier Calvo.

          Sueños de trenes era, así, ineludible.

          Poesía, cuentos, teatro, ensayo, novela, Denis Johnson (1949) había publicado tres libros de poesía cuando en 1983 apareció su primera novela, Ángeles derrotados, y se nota. Obra de obligada lectura, aquí la publicó Anagrama en 1986. Sus siguientes cuatro novelas no se han traducido, sí las siguientes: El nombre del mundo (2000), Árbol de humo (2007), seguramente la obra que lo ha sentado en la posteridad, Que nadie se mueva (2009), y la que reseñamos. Tampoco se ha traducido su último libro: The Laughing monsters (2014). Hay que añadir el libro de relatos Hijo de Jesús (1992).

          Hay autores extranjeros, Bernhard es el más significativo, que se han beneficiado de un excelente traductor al castellano para toda su obra. Pero, si esto ya es raro, lo es todavía más que disfrutemos de Johnson por mano de varios y excelentes traductores: Benito Gómez Ibáñez, Rodrigo Fresán (pertinaz valedor) y Javier Calvo.

          Sueños de trenes fue publicada en la revista The Paris Review en el 2002, aunque no fue libro hasta el 2011, siendo finalista ese año del Pulitzer junto con Foster Wallace. El premio, vaya por Dios, fue declarado desierto.

          Cuenta la vida de Robert Grainier.

«De niño, a Grainier lo habían mandado a él solo a Idaho. No sabía exactamente desde dónde lo habían mandado, porque su prima mayor le decía una cosa y el segundo mayor le decía otra, y él no se acordaba. El segundo mayor de sus primos también le aseguraba que en realidad no eran primos, mientras que la mayor le decía que sí; que la madre de ellos, a quien Grainier consideraba también su propia madre, era en realidad su tía. Grainier había llegado en tren. Pero ¿cómo había perdido a sus padres originales? Nadie se lo había explicado nunca. De acuerdo con sus cálculos, había nacido en algún momento de 1886, o bien en Utah o bien en Canadá. Había llegado después de pasar varios días a bordo del tren, con su destino escrito en el dorso de un recibo del banco que llevaba sujeto con su imperdible a la pechera» (págs. 35-36).

          El tren está presente en toda la novela. Me conviene esa imagen porque me ha parecido que he recorrido la novela asomado a una ventanilla por la que he contemplado como un privilegiado unas peripecias fugaces que van quedando atrás para convertirse en míticas.

          De las 137 páginas de esta obra, más de ochenta parecen de forja: imposible añadir un adjetivo, se despegaría. Los personajes, sus circunstancias, el ritmo;  qué prodigio. No obstante, la obra se entibia con algunos diálogos. Quizá sufran por la comparación, o, sencillamente, el problema es únicamente mío, pero creo que si se eliminaran dos o tres estaríamos ante una novela perfecta.

          ¿A quién se parece? A nadie. Los escritores que a mí me gustan no se parecen nunca a nadie, no lo consiento; porque se me antoja que las deudas y las comparaciones, todas, le muerden los tobillos al respeto que acompaña siempre mi admiración. Claro que podemos convocar al de costumbre, Faulkner: es una novela rural; incluso hay un personaje, Gladys, quien, «aun habiendo crecido en una casa en medio de un  pasto soleado, y teniendo las manos igual de ásperas que un hombre de cincuenta años» (pág. 47), dice: «Ahora mismo creo que entiendo todo lo que existe» (pág. 48). O a Melville, cómo no.

          Se dice, se repite con frecuencia, que Denis Johnson es un nuevo Salinger, por aquello de que es huidizo y extraño. No, no puede serlo alguien que ha sido profesor de escritura creativa, que interviene en una película basada en Hijo de Jesús; es ¡haced la prueba del nueve imaginando a Salinger! el hombre que entra en un hospital con un cuchillo clavado en el ojo hasta la empuñadura. No. Denis Johnson solo es un tipo que vive en Idaho, ajeno al aspecto comercial de su obra literaria, y entregado, por fortuna, a regalarnos, como solo pueden hacerlo un puñado de autores, historias de esta belleza.

by Luis Rodríguez

nació en Cosío (Cantabria) en 1958; reside en Benicassim (Castellón). Ha publicado La soledad del cometa (KRK ediciones, 2009) y novienvre (KRK ediciones 2013).

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