Todo era la noche

Toda su vida mi padre quiso ser altivo.

Pero los ojos lo delatan

Raymond Carver [1. Del poema «Fotografía de mi padre a sus veintidós años», incluido en el relato “La vida de mi padre”]

 

1.

El escritor argentino Pablo Ramos (Avellaneda, 1966) nos presenta en La ley de la ferocidad (Malpaso, 2015) una suerte de continuación de su anterior novela El origen de la tristeza (Malpaso, 2014). Ambas conforman un proyecto autonovelesco que culmina, de momento, con la novela En cinco minutos levántate María (2010) y cuyo eje central es Gabriel Reyes, un yo literario del que se sirve Ramos para novelar su propia existencia; un personaje autoreferencial, Gabriel, que se sirve de la experiencia espiritual del autor argentino.

Si en El origen de la tristeza Gabriel tenía 12 años y el libro está ambientado a finales de los años setenta, en La ley de la ferocidad Gabriel ya es un hombre casado (y divorciado), en la treintena, y con dos hijos. La acción transcurre en los años noventa, en pleno boom del menemismo.

Antes que nada se ha de llamar la atención sobre la prosa de Ramos, cuyo efecto es el de confundirnos en una experiencia hipnótica, física. Un estilo de fraseo casi de letanía, el de Pablo Ramos. Un proceso transformador, su escritura, que busca en las palabras la reconciliación con la vida. Así, este libro ha de entenderse como una vida manipulada. Esto es: una vida intervenida y ordenada a través de la escritura. Una manera, en el fondo, de posponer la clausura final de la muerte, negociando con ella un arreglo. Ello se plasma, por un lado, en la autodestrucción consciente (principalmente a través del alcohol y las drogas) y, por el otro, en la afinación de un “idealismo parecido a un misticismo” (p. 294). Esto es, en un acuerdo moral con el sentido de la vida, en un pacto para su continuación provechosa. Lo que implica un sentido abortado de la fe (en tanto que modo ineficaz para salvarse), una confianza en la divinidad de la belleza, y una entrega total a la pureza de lo femenino.

2.

En primera instancia, La ley de la ferocidad es la asunción problemática de la herencia del padre, esa ferocidad que no es solo individual y familiar, sino sistémica, nacional y quasipatriótica (en un sentido siciliano, de los nacidos y/o familiares de aquellos que se criaron al albur de las cenizas volcánicas del Etna, como el propio Ramos). Una suerte de “destino genético, una especie de karma biológico” (p. 43), pero también un fuerte temor a asumir la ternura y una tragedia “nacional, celeste y blanca” (p. 47). Lo que se persigue en La ley de la ferocidad es poner orden en ese odio, para convertirlo en amor.

Y es que Gabriel Reyes es un hijo de costumbres feroces, arcaicas y antiguas, ”un animal desterrado del Paraíso, un nonato del espíritu, una estúpida pesadilla tratando de hacerse las cosas más difíciles” (p. 207). Así, en la novela, que se abre con el anuncio telefónico de la muerte del padre, asistimos a una caída en el averno, a una bajada a los infiernos. A una purga. A un viaje desde la noche total hacia una luz mínima.

Los tres días con dos noches que dura el velorio le sirven a Ramos para guiarnos a través de una repetición hiperreal del desastre, una tristeza sin descanso que busca liberarse del exceso a fuerza de acumular calamidades. Es, por ello, una novela de naturaleza entrópica (un desorden del que reincide en el alcohol, las drogas, después de haberse curado y, por ello, su consumo es más endiablado y letal). Así lo expresa Gabriel: “Amar es lo mismo que odiar, es insoportable” (p. 189). Por esta razón Gabriel no actúa sino cómo “un sirviente de [sus] miedos” (p. 217), se convierte en un “títere de [sí] mismo” (p. 174). Pero es que no puede hacerlo de otra manera. Y es que busca ese sentimiento más real, más profundo que anida debajo de lo que sentimos:

“un sentimiento que funda al que está por encima, que lo transpira como una capa gelatinosa que se solidifica al contacto con la realidad de los demás” (p. 213).

De ahí la visceralidad arrebatada del texto, su ansia descomunal por arribar al fondo más oscuro de la noche. En definitiva, su pasión por el vértigo. Su prostitución emocional, por decirlo en sus propios términos. Un modo de llorar los recuerdos, de finiquitarlos de una vez: de entenderlos a cabalidad. Este es el leitmotiv de la novela: convertir la mitomanía inversa del padre en una figura real, no ya de carne y hueso, pero sí en una suave memoria portátil, casual, afectuosa y que sea capaz de vivir en todos los presentes nebulosos de Gabriel. Que le guíe, pues, hacia el futuro (cuya continuación queda evidenciada por la presencia de Bruno, el hijo de Gabriel, al final de la novela).

A este respecto, se ha de hacer notar el talismán mágico que a Gabriel le sirve de ovillo de hilo para salir del laberinto: la máquina de escribir del abuelo Reyes, una vieja Lexikon 80. Gracias a su tecleo feroz, Gabriel se permite descontemporizar el odio, relegándolo al origen de los tiempos Así aprende que no se trata de cambiar (porque la herencia es siempre una tragedia [2. «Yo soy igual que mi padre” escribe Pablo Ramos, “malgasto mi vida en sostener no sé qué (…) Siempre más: de más. Pero nada me alcanza, y ése es el verdadero infierno” (p. 71)], pero sí de esforzarse por escribir un libro que lo libere de la soledad (y aquí el guiño austeriano es palpable), y a este proceso de escritura (que se demora cinco años después de la muerte del padre) asistimos durante la lectura de La ley de la ferocidad, pues a pesar de andar dividida en cuatro partes correlativas, la novela íntegra adentro de cada una de estas partes diferentes gajos temporales que nos llevan adelante y atrás (aunque, curiosamente -pero no tanto, pues todo contribuye al efecto de la urgencia y la desesperación- todos los tramos están narrados en presente) .

3.

Gabriel es un hombre lento en reaccionar, nos dice, de ahí que la depuración (y no exactamente la catarsis; pues Gabriel no busca comprenderse, sino desprenderse de sí, de la parte sobrante, artificiosa de sí mismo) se demore páginas y páginas. Pero no son páginas cazachudas sino pura vibración y movimiento, aderezado con convenientes dosis de humor negro y de sarcasmo. Son páginas en las que la primera persona (el yo protagonista) corre detrás de la tercera persona (un él desdoblado, que se afana por perderse en el reverso de las palabras). De esta persecución que es, a la vez, una huída, surge la escritura. Un escribir:

“para no pensar en nada […] Escribir porque una vez hubo algo y ahora no hay nada. Escribir porque una vez es un tiempo muy lejano en el tiempo” (p. 153).

Correr en un presente eterno, pues, como forma extrema de venganza contra el padre, en “un deseo profundo de ser más que él” (p. 143), en todo. Y ese todo incluye la autodestrucción como forma predilecta para el resarcimiento (un modo, vaya, de destruir la herencia malsana y abominable del padre: sus genes inconmovibles). Gabriel lo expresa así:

“voy a intentar matar algo que me está matando” (p. 169).

Es una literatura autoreferencial y real, la de Ramos, pero solo adentro del texto; de ahí que se puedan encontrar ciertos pasajes no inverosímiles, pero sí difíciles de acomodar en una narrativa realista. Esto significa que hay pasajes que parecen más propios del delirio, la premonición o la imaginación (que no la fantasía). Del mismo modo que a veces se incrustan tramos procedentes de recuerdos de la infancia que parecen no venir demasiado a cuento (por ejemplo ya hacia el final del libro, cuando nos dice Gabriel que, de niño, fue monaguillo y todos le llamaban Jesús). Pero ello ha de ser conceptualizado al modo de la intervención, como apuntábamos al comienzo de la reseña.

De hecho, el propio Ramos ya nos da la clave para interpretar el libro así, en la página 231, al contarnos que estando preso, un viejo de la cárcel de Caseros le había regalado un libro. Una novela que Gabriel “interviene”. Un libro vulgar, del que nunca había conseguido leer más allá de la página quince (y del que ni siquiera nos da el título), pero que, gracias a ese proceso de editing, éste se convierte “en un ejemplar único y de un valor incalculable” (p. 231). Y todo por causa de una coma.

Encuentra que ahí hay un secreto, Gabriel, que el autor quería compartir con él, con nadie más que con él. Y se trataba de un secreto “cuya respuesta tal vez ni él mismo supiera” (p. 230). Una entelequia, pues. Pero saca la coma, Gabriel, con una gilette, la borra. Y todo cobra sentido. El secreto se vuelve más imperfecto, pero más real.

Y lo mismo podemos decir de La ley de la ferocidad.

Pablo Ramos saca esa coma perfecta y se reintegra, gracias a ello, en el lineamiento familiar. El siguiente: abuelo-padre-hijo-nieto. O dicho de otra manera, y es algo que el propio autor ha expresado en algún sitio: siendo padre aprende a ser hijo. Así, La ley de la ferocidad es un proceso de pacificación con “ese que nunca pude ser y que sin embargo es el que más que ninguna otra cosa soy” (p. 308). En este sentido, es un ejercicio de escritura, pero no entendida como pasatiempo, sino categorizada esta práctica desde su mera funcionalidad, pues el libro viene a ser un intento de “explicarle a alguien por qué hacía lo que hacía, por qué no había fondo en el cual terminara de aterrizar y siempre buscaba algo nuevo, y más profundo” (p. 308).

Respecto a las líneas de fuga, y no me atrevería a decir influencias, veo que el proyecto narrativo de Pablo Ramos traza una simpatía con la ictérica dolorosa verdad del Raymond Carver de “La vida de mi padre”, pero también con la sofisticación estructural de las peripecias autobiográficas de Edward St. Aubyn. Con ello no quiero decir que se parezcan, pero sí que se inscribe la voluntad estilística de Ramos en el medio de estas dos coordenadas que acabo de sugerir.

De cualquier forma, solo puedo concluir diciendo que La ley de la ferocidad es una novela magnífica, que siento un gran agradecimiento tanto para con Ignacio Martínez de Pisón (que fue el gran valedor de esta novela), como hacia la editorial Malpaso, por habernos descubierto a un escritor tan auténtico, feroz, vital y necesario como Pablo Ramos, y que tengo muchísimas ganas de leer En cinco minutos levántate María, el monólogo interior de la madre de Gabriel y que Malpaso publicará el año próximo.

4.

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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