Comienzos

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Este era el fin. Ella lo sabía, yo lo sabía. Cruzar esa puerta, empezar a medir nuestros cuerpos a la luz de esas lámparas pegajosas de los moteles, sí, ese era el fin.

Y eso que apenas era el comienzo.

Yo no lo propuse porque sabía que. Mierda. Sí. Fui yo el que lo propuso. Pero prefiero pensar que no lo hice por, bueno, por muchas razones, como que no puedo ni creer que aceptó. En la oficina siempre es la muy puesta en su sitio, a la que no se le despinta una uña, la que muestra fotos de sus nietos y suelta esos gritos que las abuelas hacen cuando ven fotos de sus nietos. Mierda. Es una abuela, verdad. Y yo que ni siquiera soy un papá. Bueno, al menos no un papá que sirva para algo. Y definitivamente no un hijo. Que se joda todo ese ancianato que nunca hizo nada por mí.

Para esta parte, para lo que pasa luego de cruzar la puerta, para eso sí que sirvo yo. Ella se lo sospechaba, me imagino. Por eso aceptó. Me habrá visto bailar en las fiestas de la empresa. Me habrá visto comer. Cerezas. Con los colmillos. Eso no lo resiste nadie, abuela o no, fama de traicionera o no. Nadie resiste a Santiago.

Y entramos.

Me empuja en la cama, quién lo creyera, y se desviste, pero no un botón a la vez, sino cuatro o cinco de una sola, que parece que el vestido se rompe, y me busca, y me encuentra, y me aprieta y me lame y me muerde, todo junto, y la volteo para mostrarle lo que es bueno, pero las vueltas siguen y se aceleran y la cama gime y dispara las sábanas por los lados y el sudor se derrama y el olor a cuerpo expulsa todo el oxígeno hasta que el cuarto se encoge, hasta que asfixia, y ya no hay colores, sino olores, ni siquiera olores: temperatura, que sube y disuelve el planeta hasta que el calor late y el latido ensordece y los ojos se aprietan y él suelta el grito ese que todos los hombres escupen cuando terminan antes de tiempo, así que me despego, lo empujo, le tapo la boca para que se calle y casi se ahoga y tose, así que le doy la espalda y espero a que se quede dormido o haga lo que sea que hacen los muchachos que se creen gran cosa en la cama.

Él piensa que la cosa terminó allí. Puede que hasta piense que empezó ahí. No. Fue mucho antes. Empezó cuando surgió la necesidad de él.

A ese motel vamos varias veces más. A ese y a otro. Cada vez los encuentros se ponen más fuertes. Se me rompen las uñas. Se le cubre la piel de nubarrones morados.

Él cree que esas noches me importan. Las olvido tan pronto la llave gira en la cerradura. Él cree que mido el tiempo así, de noche en noche. Cree que lo mido en semanas, en meses, en regalos de San Valentín, en flores en el cumpleaños, en ropa interior roja en Navidad y negra en el Día de la Mujer. Se acostumbra a vivir en secreto, se acostumbra al dolor, se acostumbra a la mentira, se acostumbra a mí. Aspira a mí. Me respira a mí.

Un día lo invito a la casa. Este era el fin. Desde el comienzo.

Abro una botella de vino, lo baño en ella, nos arrastramos por la cocina, nos paseamos por la tina, recorremos el sofá. Trae pan francés y una tabla de quesos. Mordemos más de lo que comemos.

Y llega él. El verdadero él. Lo oigo llegar, así que le aúllo en los oídos al muchacho para que no lo escuche y le acerco el cuchillo del pan para que le quede más fácil matarlo.

Jacobo sigue hasta la sala y al vernos deja caer las maletas que seguramente le empacó alguna de sus azafatas o sus meseras. Se acerca y entonces empujo al muchacho ese, que cae al suelo, junto al cuchillo, y cuando ve a Jacobo sacar el arma que siempre carga en la cintura entonces empuña el cuchillo y yo grito, le grito al muchacho que mi esposo nos va a matar, nos va a matar, nos va a matar, y los dientes del cuchillo se aferran al cuello y frotan y deshacen la piel y desanudan los músculos y despedazan las venas y hay sangre en la mesa y hay sangre en el sofá, en el piso, en las paredes, en mí, que se me derrama por los brazos y sigo, y el cuchillo no se detiene, y la odio y la quiero lejos y la quiero cerca y pienso que es carne, como la del supermercado, carne que patea y se ahoga en su propia viscosidad y pienso en las bolsas que trae Jacobo con el dinero que me toca a mí por liberarlo de esta criatura.

Dejo que el cuchillo se caiga al piso y miro alrededor. La sangre que hay en el piso burbujea, se agita como si lloviera, y no entiendo nada, no entiendo un calor en el pecho que trato de apagar con las manos, pero sigue, llamas que no se calman cuando aprieto, sino que se despiertan y me muerden el pecho y rocían sangre sobre la sangre que hay en la sala. Un dedo se me pierde en dos orificios en el pecho. Mierda. Tres. Las luces pesan y piensan en luces que no fueron y en luces que son oscuridad que son.

Jacobo se sienta. Cruza las piernas. Se protege del olor a hierro con la manga de la camisa. Busca el teléfono para llamar a la policía. Este era el fin. Desde el comienzo.

by Derek Brumm

es escritor y traductor.

4 Replies to “Comienzos”

  1. 2
    J. S. de Montfort

    Celebramos que te guste, Vilma. A nosotros también nos agradó mucho esa pericia experimental del punto de vista, su vértigo. Y por esa razón lo publicamos. Nos pareció muy logrado y quisimos compartirlo con nuestros lectores.

    Saludos y gracias por pasarte por aquí.

    J.S. de Montfort

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