Todo arte es generosidad

Las lecturas del relojero

Hemos reseñado aquí con mucho placer el libro de relatos Yo vi a Nick Drake (Rey Lear, 2014), de Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956), autor de otro libro de relatos Playa de los Alemanes (2006), la novela Pregúntale a la noche (2007) o el volumen de diarios Canciones gitanas (2000), también poeta y viajero. Y, además, profesor de talleres de narrativa, que es lo que ahora nos interesa. De esta actividad docente es precisamente de donde surgen estas lecturas de las que hoy les hablaremos.

Un volumen que confía en el hecho de que “un relato se basta a sí mismo para expresarse”, razón por la cual se desentiende de toda la charlatanería francesa (ya saben, la pandilla de los post-estructuralistas [1. Por cierto, que Jordá, a finales de los setenta, estuvo en las clases de Barthes, en el Collège de France, en París]) y se centra en aquello que un texto dice “de forma evidente aunque a menudo nadie haya sabido reparar en ello” (p. 14). Jordá rehuye los estudios o críticas literarias, abjura de las pedanterias y opta por un cierto biografismo (sirviéndose de cartas, diarios, autobiografias), haciendo uso de las cuatro cualidades imprescindibles que estableció Nabokov para los buenos lectores: “tener imaginación, memoria, un buen diccionario y cierto sentido artístico” (p. 14).

Así, se fija en la técnica, pero no en las interpretaciones ajenas al texto. Actúa, nos dice: “como un relojero en su taller” (p. 15). Dice Eduardo Jorda sobre su manera de proceder:

“me coloco una lente monocular en el ojo derecho, dejo una lupa la alcance de la mano, me siento confortablemente frente al escritorio y empiezo a examinar los relatos con unas pinzas […] Extraigo piezas, muevo los engranajes, compruebo el funcionamiento de las piececitas […] Si el relato funciona, todas las piezas vuelven a encajar. Si el relato no funciona, siempre hay una pieza que se queda suelta o que no rueda bien o que tiene un engranaje estropeado” (p. 15).

Chejoviana

La única razón que guía este volumen de lecturas es el propio gusto de Jordá, y que viene a ser un estilo de tradición chejoviana de la narración corta. Narraciones de fundamentación realista, con vocación universal, en las que se da una mezcla fértil entre lo triste y lo jocoso, el sentido del humor y el drama, la dignidad individual y una búsqueda de la espiritualidad verdadera: historias que nos hablan de seres humanos que sufren, ríen y se consuelan, que nos conmueven e interpelan y que en nada son diferentes a nosotros mismos.

La literatura entendida como un estar afuera de las leyes, como un modo posible de soñar, tal que una ilusión de verdad en la que nada ni nadie puede imponernos su ley (un espacio en el que siempre, la vida le gana la partida a la muerte). De esta idea saca el título este libro, de un aforismo de Joseph Joubert que dice: “Todo lo que tiene alas está fuera del alcance de las leyes”. Y lo que quiere contagiarnos (y a fe que lo consigue) Jordá con sus lecturas es esa escapatoria feliz, engañosa, pero efectiva, que nos ofrece la literatura: la esperanza de una victoria sobre las derrotas cotidianas, tal como quería el narrador de Para una tumba sin nombre, de Juan Carlos Onetti.

Gracias a su presentación cronológica (de mediados del s. XIX a finales del s. XX) el libro sirve como panorámica de la evolución y génesis del cuento moderno. De esa “combinación exacta de imposibilidad física y realidad factual” (p. 18) que rige la lógia gógoliana, hasta el minimalismo carveriano, pasando por Melville, Flaubert o Córtazar. En su mayoría son anglosajones, los autores escogidos, pero también hay tres rusos (Gógol, Chéjov, Tólstoi), un japonés (Kawabata), un francés (Flaubert), un austriaco (Zweig) y dos hispanoamericanos (Onetti y Cortazar). Con la única excepción de El Gran Gatsby, de Fitzgerald (que es una novela de tamaño más convencional), el resto de los textos son relatos o nouvelles. El listado completo es el siguiente:

Gógol (El abrigo, 1842), Melville (Bartleby el escribiente, 1853), Flaubert (Un alma de Dios, 1876), Tólstoi (La muerte de Ivan Ilich, 1882), Chéjov (El violín de Rotschild y otros relatos, 1894), Henry James (La vuelta de tuerca, 1898), Francis Scott Fitzgerald (El gran Gatsby, 1925), Stefan Zweig (Mendel, el de los libros, 1929), Julio Cortázar (Casa tomada, 1946), Flannery O´Connor (La buena gente del campo, 1955), Juan Carlos Onetti (Para una tumba sin nombre, 1959), Yasunari Kawabata (La casa de las bellas durmientes, 1961), John Cheever (El nadador, 1964), Raymond Carver (Veía hasta las cosas más minúsculas, 1981).

Un buen relato no necesita un manual de instrucciones

A pesar de que cada una de las lecturas de los textos que aquí se presentan aparecen enunciadas desde el yo del autor, muchas de las ideas, tal como nos advierte Jordá, pertenecen a alumnos de los diferentes talleres que el autor ha venido dando en Sevilla (primero en la Casa de las Sirenas y luego en la Casa de la Provincia) en los últimos diez años, lo cual coadyuva a que se sienta un placer conjunto de la lectura, antes que una lección, clase magistral o visión sancionadora. Esto es, no hay aquí una mirada que pretenda iluminar una zona de sombra, así como tampoco un proyecto intelectual que busque alegorías del presente o acaso iconografías del pasado que sirvan para lanzarse hacia el futuro, sino apenas un proceso simple de comprensión. Y no textual, esto es, no gramático o léxico o sintagmático, sino global, pero desde sí y para sí. Esto es, no se busca afuera de la obra, ni se le bosquejan ocultos mensajes, ni se maneja ningún tipo de acción hermenéutica. Lo que se hace en Lo que tiene alas es una lectura contextual, estética, es buscar ese secreto de los textos, aquello que les da consistencia y que los constituye como una verdadera obra de arte. Su precisión, en suma. Su idoneidad. El porqué de su idisosincrasia. Se indaga en las razones para el punto de vista, en las variadas dimensiones del sistema de significados, en la técnica para presentar a los personajes, las particularidades de cada estructura, en el estilo del autor y el ritmo de la narración, en los diferentes ambientes temporales (sugeridos por un uso determinado de los tiempos verbales) y espaciales, y en las variadas formas de trabajar las acciones de los personajes. Se trazan diagramas y esquemas, líneas de fuerza y tensiones orgánicas. En definitiva, que se entiende el relato como un edificio, y al autor en tanto que arquitecto.

Teoría del relato

De a poco, Jordá va diseminando sus ideas sobre la composición literaria, aprovechándose de cada uno de los ejemplos que tiene a mano. Así propugna la necesidad de la transformación final del protagonista, lo inevitable de que algo le ocurra a éste, al modo del milagro y que altere por completo su vida (por imperceptible que sea este o leves o tenues sus consecuencias) o el imperativo ético de evitar las moralejas. De igual manera, aconseja al escritor mirar al mismo tiempo desde arriba y desde abajo (esto es: una mirada oblicua, ubicua y complementaria), defiende la teoría del iceberg, se delata en su gusto por la ambigüedad y el engaño (y es que todo buen relato, nos dice Jordá, tiene un tema epidérmico o aparente, pero la realidad de su contenido anda siempre soslayada o puesta atrás: In-visible). También prefiere la parquedad y franqueza de un lenguaje claro, pero que no renuncie a las metáforas (en particular a aquellas que surgen de la cotidianeidad de los personajes, que les son naturales), defiende la utilización simbólica del paisaje, los objetos, el clima y las estaciones, y aboga por una literatura simbólica; aristotélica, en suma. Asimismo opta por las elipsis, las referencias alusivas, las conexiones secretas y las asociaciones semánticas. Rechaza Jordá las prótesis ideológicas (insertadas por el autor) y apoya, flaubertianamente, un “envés moral”, esa proyección natural que surge del carácter de los personajes. Quiere, en resumidas cuentas, una literatura que emocione, que surja de la vida (y no de los libros) y que se deje de monsergas herméticas. Jordá lo expresa con bastante contundencia, así:

“Hay una secta de lectores obtusos que se empeñan en buscar una especie de clave hermética o incluso conspirativa en cada relato o novela que leen, en vez de intentar descubrir lo que cualquier lectura atenta puede revelarle a un lector curioso” (p. 128).

Jordá, igual que nosotros, quiere concentrarse en ese lema chejoviano y que siguió a rajatabla Raymond Carver, el de la maravilla de lo posible, aquel que dice: “y súbitamente todo empezó a aclarársele” (el escritor minimalista tenía escrito este lema en una pequeña ficha, clavada en la pared de su escritorio). Leyendo Lo que tiene alas, uno tiene esa misma sensación de esclarecimiento y verdad, de haber llegado paulatinamente al fondo del asunto. Con suavidad, dulzura y placer, pero sin pausa. Y, así, no podemos más que asentir cuando, en un pronto sentencioso, a Jordá se le escapan elogiosas afirmaciones (nunca gratuitas, eso sí), que no proceden de la futilidad de la jactancia, sino de la devoción del entusiasta, de quien es capaz de asombrarse de la maestría literaria, y quiere celebrarla, y quiere compartirla. Porque la idea central de este libro es la de que el arte genuino es siempre superior al autor que lo crea y, por mucho que desentrañemos minuciosamente un relato, jamás llegaremos a comprender ese algo misterioso que lo hace único, nos enternece, conmueve y nos alienta en la creencia de que, sí, la literatura, vale la pena; sigue valiendo la pena.

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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