1.
En la nouvelle Disecado (Sexto Piso, 2011), Mario Bellatín realiza un ejercicio de escritura para desembarazarse de la escritura, pero también del yo. Así, gracias a un desdoblamiento, huye la conciencia hacia un lugar improbable, y la personalidad se disgrega en la escritura, gracias a la imaginación, la hipótesis y el cuestionamiento de la obra propia (desde el más allá de una muerte incierta). El narrador del libro es, en principio, el autor, pero también lo es esa posibilidad de sí mismo que se le aparece en la habitación, a los pies de la cama (y por causa de los efectos secundarios de los medicamentos que toma para el asma), tendido, en una cierta noche de otoño: el autor Mario Bellatín. Una «especie de persona aparecida de la nada» (p. 12). Y que habla sin cesar.
Pronto el narrador comienza a llamar al autor Mario Bellatín «¿Mi yo?» y nos dice que al verdadero «¿Mi Yo?» nunca lo conoció en persona (¿jamás se conoció verdaderamente a sí mismo? se pregunta el lector. Ajá, pues puede que no, que no verdaderamente). Esa aparición (un hombre bastante anciano, «como si hubiera seguido envejeciendo después de su muerte (p. 13)) no para de producir discurso y dictamina patrones (teoriza) sobre sus obras (las del propio Bellatín, claro). Y ello, quizá, porque «un escritor sólo puede apreciar en sus textos elementos distintos a los que accede cualquier lector» (p. 16). En definitiva, la idea de que un escritor es un lector/crítico privilegiado de su propia obra.
Piensa «¿MiYo?» que quizá una de las razones para su escritura era la «construcción de un mundo al cual debía pertenecer como único medio para lograr la existencia plena» (p. 17). Que así se creaba una suerte de protección contra el mundo sórdido y terrible que él mismo iba estableciendo con su obra. Porque, además, «la realidad no es más que un pálido reflejo del acto creativo» (p. 18). «¿MiYo?» le habla al narrador de los Sucesos de Escritura, del Congreso de Dobles de la Escritura Mexicana, de su indagación entre esos dos componentes disgregados: el autor y su obra (y precisamente Disecado es un intento por formalizar literariamente esa idea), y sus misterios:
«obras y autores se encuentran situados cada uno en espacios diferentes: alternos y contemporáneos, pero desfasados de una unión tal como la podrían percibir los demás» (p. 20).
Pero, por entre todas las cosas, una idea atraviesa Disecado: la de escribir sin escribir. Utilizar la mesa de escritura como refugio para hacer que disminuya la desesperación, y una vez ahí, escribir solo para continuar escribiendo. El escritor como una víctima de su propia escritura. La escritura como copia (y variación) de sí misma
[En esta obra Bellatín se reapropia de textos suyos anteriores]
La escritura entendida en su vertiente oracular: en tanto que profética deambulación hacia la nada.
En Disecado son importantes las tijeras que aparecen enmedio del texto y cercenan el discurso, creando vacíos, huecos de sentido. Son el modo de podar ese ente vivo que es, para Bellatín, la literatura, para que germine mejor. Para que, además, guarde la impronta de lo sagrado, lo natural, lo evolutivo. De ese mismo modo «¿Mi Yo?» desaparece del relato, convirtiéndose en «una hoja de papel vieja y arrugada» (p. 58) que finalmente deja que se cuele la luz a su través.
Dicho de otra manera: el autor se introduce en su propia obra para diluirse en ella.
2.
También en los desdoblamientos inciertos se fundamenta Lo que escucha la lluvia (Periférica, 2015), última novela del crítico literario y escritor Francisco Solano, de reciente publicación. Un texto en tres partes (aunque dividido en seis capítulos) que, al igual que la escritura bellatiniana, funciona preferencialmente al modo del síntoma (de la enfermedad de la escritura).
No significa esto que la nouvelle de Solano no se cierre sobre sí misma, y es que se trata de una narración circular, pero no desde el final hacia el comienzo de la historia, sino desde la sentencia última hacia el paratexto (el título del libro). Así, la figura que traza Lo que escucha la lluvia es la de un latigazo de dolor contra un vacío sentimental (una herida de la infancia: un trauma[1. Es interesante aquí establecer un vínculo con El Libro Fantasma de Bellatín, un libro que el autor escribió en su niñez y que se perdió, y que dice que transporta con él, en su mente. Un libro intangible, pues, igual que las heridas indelebles pero invisibles del trauma que sostiene la nouvelle de Solano]). Digamos que, contra lo que ocurre en la obra bellatiniana que comentamos antes, la escritura sirve no para contrarrestar la desesperación, sino para avivarla. O, mejor dicho: para descubrirla, para dejar en evidencia los padecimientos ingratos que nuestro cerebro (o nuestra conciencia) oculta.
Esa tal herida (el no-reconocerse el adulto en el niño que fue) es el centro de la confusión del protagonista de Lo que escucha la lluvia, una vocación improbable, la condición que mantendrá a su alma en un estado silencioso (por culpa de su no-aceptación). Toda la primera parte de la nouvelle es un dealumbar sin brújula por la retórica de esa indefinición de la identidad, en un camino que quiere evitar «cualquier distinción o relevancia» (p. 19), que se desea pasivo y débil, guiado por una voluntad «agazapada en el remordimiento de estar vivo» (p. 19). En definitiva, un espacio de palabras, una mera defensa «corporativista de las palabras» (p. 20), la búsqueda de «la adhesión incondicional de algún significado» (p. 21). O dicho de otra manera: un entretiempo, una distracción. Un tránsito. Un jugar metanarrativo con el lector, apelándole constantemente. Una resistencia endeble (pues claudicará finalmente). Así, pues: un ir escribiendo para ver sobre qué versará la escritura misma.
Un escribir, sí, también como en Bellatín, para seguir escribiendo. En el fondo: un modo de desapegarse de la realidad, para negar el trauma. Según lo entiende el narrador, es una estrategia para protegerse, esa indeterminación (igual que en la obra bellatiniana: poner una protección de palabras frente al mundo, pero no para negarlo, sino para renegar de su fragilidad). Porque, nos dice el narrador de la novela de Solano: «estas páginas tratan sobre un asunto que, en la práctica, es impronunciable» (p. 26). Pero no lo es, y de hecho, se nos pronunciará (a voz en grito) en las páginas finales de la nouvelle. Ese asunto impronunciable es el cuerpo del niño de la infancia del narrador: un cuerpo de labriego, de manos gruesas, que caminaba a zancadas con un aire desgarbado. Es la herencia que no se reconoce -ni acepta- y se quiere cambiar a través del arte.
Toda esta primera parte versa, por esta razón, sobre la enunciación zigzagueante de la teoría del hombre improbable (que es quien se supone que escribe, un trasunto de la persona real que hará su aparición hacia el final del libro): alguien que carece incluso de la sospecha de existir, que es «más incierto y difuso que el hombre invisible y menos controvertido que el hombre de la multitud» (p. 30). Pura potencia de ser, «lo que precede a toda identidad» (p. 46). Vaya, el espíritu de aquel niño que no se reconocía en el armario de su cuerpo (y que hoy, unas cuantas décadas después, que es cuando escribe, sigue sin querer re-conocerse, pero habrá de admitirse finalmente).
En la segunda parte se nos enuncia ya el hecho, la glosa, «la fábula, la capa geológica» (p. 40): la muerte del padre, cuando el protagonista tenía 3 años (y aquí no habla el hombre improbable, sino la memoria de ese niño que vivió su infancia en un pueblo de tierra adentro, a trescientos kilómetros del mar, y que jugaba con un barquito en un río, al mismo tiempo que su padre moría encerrado en una habitación de la casa familiar). A esta confesión, digamos, se le suma el cambio del punto de vista, y es que la conciencia del narrador se va adentrando en diferentes personas que ve desde su ventana, e imagina sus vidas. Y, ello, auspiciado por el lema de que los hechos son irrelevantes, de que si se quiere conocer el mundo «lo que importa es el vínculo, la imaginación» (p. 41), puesto que «a los hechos los erosiona el olvido» (p. 41). Pero esto no es el todo cierto, ya que la incuestionable certeza de la muerte del padre condicionará (como se verá al final de la novela) toda la vida de aquel niño que vivía en un pueblecito de interior y que hoy se quiere (se imagina, se sueña, se desea, encuadernador[2. En tanto que yo-desdoblado, la conciencia inicial del narrador -fundamentada en el deseo- pretende con esa ficticia profesión de encuadernador ser capaz de cerrar ese libro abierto que es la influencia biográfica de la viudedad de la madre]). Igual que las tijeras bellatinianas, aquí estos «inciertos actos de imaginación» (p. 63) han servido al propósito de desgarrar el texto, de insuflarle una fractura: un hueco de sentido por el que el autor puede introducirse en el texto.
Es interesante llamar la atención sobre las estrategias narrativas de esta segunda parte, en la que las diferentes imaginaciones del narrador se desplazan a otro espacio y los personajes (las otras conciencias que hablan) se autoinstituyen como entes de ficción. Digamos que se produce un paréntesis enunciativo, el narrador «suscita una pausa» (p. 51) y se demora en la perplejidad. Escribe el narrador: «se escribe para legislar otra realidad, la realidad que proyectan estas líneas, cuya sonoridad busca atrapar la luz de los ojos que las miran» (p. 61). En la naturaleza genesíaca de esa luz se busca la vida que será insuflada (posteriormente) en el relato, al modo del arrebato lírico: del testimonio extasiado [3. En este sentido se puede decir que esta novela guarda relación, como afirma su editor, con el último libro de Vicente Valero, El arte de la fuga (Periférica, 2015) ].
Así, en la parte final, viene no solo la confesión:
«Yo viví así mucho tiempo, toda mi adolescencia fue un esfuerzo por desprender de mi cuerpo la ruina que ocasionó la muerte de mi padre» (p. 64)
sino la justificación misma de la novela: su centro de gravedad eludido.
Además, se produce ya la re-integración al cuerpo del personaje autoficcional del que inicialmente se disgregó la conciencia (esto es, la continuación física de aquel niño del barquito y que hoy trabaja en el negocio de las ópticas), siguiéndole los pasos en su camino de retorno al origen (al pueblo de la infancia). Así, se hace patente el tormento del narrador (las palabras del recuerdo lacerante, digámoslo así, se adhieren a la carne y aparecen las pústulas: la conciencia deja de ser un espacio de elevación y se somatiza). Ya desprendido de su improbabilidad, de su impermanencia, de su colapso paralizante, el niño-hombre se materializa en un ser de facto.
Desaparece la incertidumbre del pensamiento y la conciencia se vacía de posibilidades, de fragmentos, de hipótesis (de ideas facticias). Ya la conciencia desnuda del ente ficcional que guía la novela, nos confiesa: «regreso de nuevo a mí» (p. 100), a ese yo que era (y es, sigue siendo, aunque se nos haya tratado de disuadir en todo el tramo previo del relato) «una afirmación de la negación» (p.69). La afasia del espíritu se somete -sin remedio- a la verdad vejatoria -e incontrovertible- de las palabras: se reencarna, pues. Y como no podía ser de otra manera, el hombre, al regresar al pueblo de la infancia y encontrarse con los espectros del pasado («propuestas de redención porque ellos me permiten desplegar aquí la simulación de vivir encarnado» (p. 78)), solo para comprobar que «el lugar del origen es una deformación del presente» (p. 78). De este modo el desdoblamiento con el que se inicia la novela se hace grito, melancolía y fantasma.
El yo autoconsciente acepta la trama de su vida y se desfoga contra el padre. Se da cuenta de que de nada sirve ocultarse, reconoce, pues, su ensimismada flotación en la superficie de la vida, y se sabe una más de las triviales «palabras en los oídos de las tardes lluviosas» (p. 115).
Vaya, que se diluye en la misma lluvia de palabras de la novela.
3.
Las dos nouvelles que hemos comentado aquí hablan de la identidad, y se sirven de la estrategia de confrontar la memoria. En ambos casos se reinterpreta -y confronta- el pasado. La escritura le sirve a Francisco Solano, trayendo la formulación de Anna Caballé, «como un medio de recuperar la homeostasis perdida» [4. Anna Caballé, Malestar y autobiografía», Cuadernos Hispanoamericanos 745/746, p. 146], aunque no podamos hablar en rigor de autobiografía, pero sí de una suerte de autoficción tardomoderna del yo conflictivo: un intento por reinstaurar la armonía ilusoria del sujeto cartesiano. De igual naturaleza hipótetica es ese «¿MiYo?» bellatiniano que le sirve para desplegar el ego hacia un territorio ultraterreno, pero no con la intención de ampliarlo o restituirlo, sino más bien de borrarlo; supone la obra bellatiniana, como bien dice Vicente Luis Mora, «un ejercicio de autodestrucción, de eliminado» [5. Vicente Luis Mora, El sistema Bellatín, Diario de lecturas, 05-Noviembre-2011] del yo. Bellatín, pues, se autoregula en base a las mutaciones (y mutilaciones) que impone a su propia obra. Así, la diferencia en ambos casos es que el autor mexicano escribe para desescribirse y Solano escribe para descubrirse (esto es: Bellatín es explosivo y Solano es implosivo, postmoderno el uno, postexistencialista el otro). Así, aquel entiende el acto performático de la escritura en tanto que modo óptimo para invisibilizarse, y este lo contempla como floración de los sedimentos de la conciencia (y, por ende, del sentido). Bellatín indaga en la forma y Solano en la sustancia. Los dos, sin embargo, dejan a la escritura que se sirva de sus voluntades; son, así, víctimas de la escritura. Dos supervivientes que, a su vez, se sirven de la escritura como modo de disfrutar de una vida plena.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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