Marcelo Chiriboga

donoso, fuentes y amigos

José Donoso, Carlos Fuentes, Vicente Leñero y Estela Franco en una foto de 1968     /    © Diario Proceso

 

Venía pensando en reescribir la literatura ecuatoriana por completo. En armar una novela que fuera un sofisticado pastiche a modo de juicio sumario. Con algo de mentira, claro, como asignar categorías no del todo reales para cada escritor. Escribir, por ejemplo, que Gabriela Alemán es la progre consentida de la conservadora izquierda cultural quiteña; o que, para ir más lejos en el tiempo, Pablo Palacio es el fascista que necesitábamos como sociedad, pero no supimos merecer.

Ese instante de lucidez me llegó, como suele suceder, en un momento poco adecuado para escribirlo. No se dio en la ducha, regando el jardín, en un autobús, ni en la cama antes de dormir —situaciones en las que podría alcanzar mi teléfono y tomar algunos apuntes; pasó mientras iba cabalgando sobre mi bicicleta.

Pero no iba sin rumbo fijo, sino a la casa de Inés, que recién había llegado de Estados Unidos. Se fue becada por la ONU a un curso de verano para universitarios destacados de Sudamérica. Al llegar, abrí el portón que da a la calle y arrimé la bicicleta a un costado. La mamá de Inés, Alexandra, me recibió en la puerta con media sonrisa, me hizo pasar al comedor y me dijo que podía tomar agua del dispensador si quería; luego agarró su cartera de la mesa y salió. Cuando iba a escribir lo que se me había ocurrido me di cuenta de que lo poco que recordaba ya no me parecía tan sugerente. Está bien, pensé, todos los sueños nos parecen maravillosos mientras duran.

 

Enseguida salió Inés de su cuarto con una expresión facial dolorida.

—¡No me veas así! Llevo dos días discutiendo con mi mamá.

—Perdón, no sabía. ¿Qué pasó? Acabo de verla y estaba como si nada.

—Empezó cuando le dije que decidí buscar un departamento para mí. Pero en realidad está resentida porque la dejé sola un mes.

—Bueno, algún rato tienes que mudarte, pero ¿por qué justo ahora?

—Ya soy muy alta como para vivir con mi mamá.

 

Anoche, Inés me envió un mensaje para que fuera a su casa por la mañana; pensé que hablaríamos del viaje, pero al verla supe que estaba apenada por lo que había pasado.

Es extraño, le dije, tratando de distraerla, tienes un nombre de vieja y tu madre uno de jovencita, ¿es por eso que actúan como si ella fuera tu hija?

Sonrió. Alexandra no es precisamente un nombre adolescente, pero la relación que tienen entre las dos sí es al revés de lo que uno esperaría. Inés no solo es más alta que su madre sino más fuerte también. Cuando están juntas es Inés quien siempre lleva el mando. A veces, incluso, parecen hermanas, peleando y reconciliándose todo el tiempo.

 

*

Inés insistió en salir a dar una vuelta por el barrio. Para conversar y despejar la cabeza es necesario caminar por los lugares de siempre, hay que automatizar el movimiento y dejar de preocuparse por el recorrido. No hablamos hasta que pasaron unos cuantos minutos. Habíamos desarrollado un silencio propio en el que cada uno se concentraba en sus problemas y la cercanía del otro era todo lo que necesitábamos para sentirnos comprendidos sin necesidad de hablar.

 

—El sistema del silencio—, dijo, sin dejar de caminar ni de mirar al suelo. Pensé que de repente había aprendido a leer la mente.

—¿Ese no es el título de un libro?

—Sí, pero ahora me vino como una idea.

—¿La idea de que nunca hablamos demasiado?

—No exactamente.
Me contó que ayer estuvo hablando con tres amigas. Una estaba al teléfono y las otras dos se habían conectado por Skype. Inés les contó de la pelea con su madre y luego respondió casi una hora sus preguntas sobre el viaje. Hablaron hasta que Inés se cansó de dar explicaciones y permaneció un rato viéndose a sí misma en la pantalla con el teléfono todavía pegado a la cara. Fue entonces que me envió el mensaje.

—Necesito parar un rato.

 

Inés siempre se siente con fiebre al mediodía. Una vez, hace años, me contó por qué le pasa eso, pero no lo recuerdo. No es algo físico —creo que no conozco a nadie más sano que ella. Le hicieron exámenes pero los doctores que la vieron nunca encontraron nada raro, y después simplemente archivaron su caso. A Inés nunca le importó, cuando sucede solo descansa unos minutos.

Nos sentamos en un banco del parque que está junto a la casa de Magali, una amiga en común. De pronto, si nos aburríamos y ella no había salido antes, podíamos ir a verla. Justo al otro lado de la casa de Magali hay un restaurante de un uruguayo. Como ninguno de los dos había almorzado, nos pareció bien quedarnos ahí. Una parada de abastecimiento emocional. Inés fue a comprar empanadas y Coca-Cola, yo me quedé revisando Twitter y tratando de recordar mi gran novela ecuatoriana.

 

frank lloyd wright

Complejo residencial Darwin D. Martin, en Buffalo, NY  /  © Bernhard Wagner

 

—¿De qué se trata la teoría de la casa?

—¿Ah?

—Acabo de ver un tuit tuyo que dice “la teoría de la casa”.

—¿Me estás stalkeando?

—Te dije que acabo de verlo. ¿Lo tuiteaste mientras caminábamos? Es un buen título para algo.
Ese algo ya existía. Inés había escrito un cuento con ese título luego de visitar la Casa Darwin D. Martin en Buffalo, Nueva York.

La casa soy yo, me dijo, de la misma forma en que Flaubert lo decía de Madame Bovary. No estoy segura de que el cuento lo transmita, pero es algo que sentí el día que visité esa casa. Tienes que leerlo.

Se lo prometí.
Saqué mi teléfono y escribí en Google el nombre de la casa. Leí que fue diseñada por Frank Lloyd Wright y construida durante los primeros años del siglo pasado. Según Wikipedia, el complejo en el que se encuentra la casa es uno de los mayores legados de la Prairie School, un estilo arquitectónico popular en el Medio Oeste estadounidense de esos años. Pero su cuento no tenía que ver con la casa como lugar sino como metáfora de su vida sentimental.

Mientras caminábamos de vuelta, me acordé de la novela de un escritor peruano que tiene un planteamiento similar al del cuento de Inés: un arquitecto despierta de un coma en una casa que diseñó, pero no lo recuerda. Allí está junto a su familia, y cada día va descubriendo que la casa no es una estructura cualquiera, sino que es más bien como la computadora de la película de Kubrick, un ente con poder e impulsos maniáticos. Esto no se lo dije a Inés.

Ella trató de explicarme más, aunque todavía la fiebre no había dejado su cuerpo. Me dijo que logró unir cada espacio mal utilizado con una sensación de exilio, frustración y decepciones amorosas. La Casa Darwin D. Martin parecía hecha a su medida. Lo que hacía el cuento, finalmente, era proponer una teoría sobre la vida de Inés a partir de una serie de largas descripciones de sus relaciones rotas.

*

Escribo esto desde el balcón; traje acá una mesita con la computadora porque es el lugar más fresco del departamento y, gracias a la orientación del edificio, no recibe el sol directamente. Tengo el cuento de Inés en la bandeja de entrada de mi correo; no lo quiero leer todavía. Estuve revisando una libreta en busca de alguna línea que pueda usar con ironía en Twitter y me di cuenta de que a menudo uso el verbo armar para referirme a la escritura. Tal vez no hago mal; escribir es como construir, en el sentido de obra física, una estructura fija, habitable y permanente. Habría que armar un proyecto, en lugar de escribirlo.

Puede ser que de alguna forma compleja yo también sea esa literatura nacional de la que trato de distanciarme. En esa ausencia deliberada hay, quizás, una contraparte personal, una falta en mí mismo. ¿Qué dice de mí y de mi tiempo la literatura ecuatoriana, siempre tan esquiva? ¿Hasta qué punto y de qué manera fui armado por ella? En estas preguntas hay algo que se me escapa y me impide responderlas. Pienso que no se trata de la existencia de un orden, sino de lo simplemente desértico e intolerable. Empiezo a recordar lo que quería escribir por la mañana. El recuerdo viene menos como idea que como un deseo de venganza.

Entro a Facebook y veo un mensaje nuevo de Inés. Me pregunta si leí el cuento. Está conectada en este momento. Le respondo que todavía no, que estaba intentando reconstruir la literatura nacional en una novela-casa. Me envía un emoticono de risa y me dice que no le robe su teoría. Le digo que estoy hablando en serio y me dice: Yo no leo literatura ecuatoriana porque todas esas historias ya las conozco. Mientras busco algo interesante en YouTube, Inés me vuelve a escribir: Me faltó completar mi relato, el incontable número de habitaciones de la casa puede ser un factor positivo, cuando un cuarto colapsa quedan otros para habitar, cuando se cierra una puerta pueden abrirse varias ventanas. Y las ventanas, como sabemos, también son virtuales. Es una especie de mecanismo metabólico, igual que la literatura. Asiento, inútilmente. Leo su cuento y entiendo que no se puede escribir lo que ya fue escrito. No se puede salir del relato nacional a menos que se quiera abrir la ventana y tirar todo a la calle y luego tirar la casa antes de que lo devore todo.

Te llamo mañana, le digo a Inés. Cierro Facebook y abro un nuevo documento de Word. Escribo:

Vine a Guayaquil porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Marcelo Chiriboga.

 

 

by Miguel Muñoz

(Quito, 1990) Estudió literatura y periodismo. Dirige la revista literaria Matavilela. Ha publicado cuentos, reseñas, ensayos, artículos y traducciones en varios medios de Latinoamérica. Casi todos los días escribe y recomienda cosas en su cuenta de Twitter: @migueldixit.

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