Más azul que el terciopelo era la noche.
Bobby Vinton, Blue Velvet
I
Esta mañana sucedió de nuevo. Abrí la ducha y una legión de diminutas masajistas —con sus piececitos experimentados y calientes— bajó por mi espalda; con los ojos cerrados comenzaba a disfrutar de aquella sensación, cuando sentí que ella abrió la puerta y se puso a buscar algo en uno de los tarros de pandora en los que guarda coleros, ganchos, tijeritas de varias formas y otras cosas que siempre pierde. No dijo nada, y yo seguí bañándome como si su presencia no me importara. Pero no estaba cómodo.
Como todos los días antes de entrar al baño había tenido la precaución de poner en un bolsillo de mi bata el celular y en el otro la billetera. Sé que no sirve de nada, pero hacerlo se ha convertido para mí en un ritual.
Mi celular tiene clave de bloqueo, pero ella la sabe. Hace unos días Samuel, su hijo menor —que tiene seis años— cogió el aparato y no pudo desbloquearlo. Ella le dijo:
—Marca 12345, o al revés —y mirándome con resentimiento, complementó—: Ese es el ejemplo que dan en esta casa. No entendí muy bien el reproche.
Con la billetera es un poco más delicada. No por respeto, sino porque con los temas de dinero maneja una insobornable integridad. Una mañana al regresar de la panadería se encontró un billete de veinte mil pesos. Antes de recogerlo miró hacia todos lados. Dos cuadras adelante, en un paradero, un tipo fumaba.
—¿Es suyo?
—Sí, gracias.
Cuando llegó a la casa estaba radiante. En el desayuno contó el episodio varias veces, aleccionando a sus hijos sobre la ética y la moral.
—¡Que cucho tan ganado! —dijo Jeffrey, su hijo mayor.
Jeffrey ya cumplió trece años. Casi nunca habla, vive conectado a un BlackBerry y usa siempre —también para dormir— unos audífonos enormes en los que reproduce un listado infinito de música exclusiva para depresivos. La frase referida al tipo de los veinte mil era la única que había pronunciado en varios días, y tal vez por esa razón la mamá no reparó en su contenido, feliz de que todavía hablara.
Cuando fui a ponerme el champú, el recipiente estaba casi vacío. Lo apreté varias veces: hizo un sonido como de sapo muerto; es decir un croar deshilvanado, hueco. Entonces ella corrió la puerta de división del baño y preguntó:
—¿Qué suena?
La bestia apocalíptica del frío entró y de una sola ráfaga mató a mis liliputienses masajistas que, discretas, habían tratado de procurarme bienestar.
Le mostré el infortunado tarro de Pantene PRO-V y la a miré con rencor.
—Perdón —dijo, y salió, pero ya no quedaba nada por hacer. Había sucedido de nuevo: mis hábiles mujercitas desnudas —y mi goce— se fueron por el sifón del baño.
II
Minutos antes de salir para el trabajo me pidió que le leyera algo del libro de Antón Chéjov con el que duerme. No me molesta hacerlo, el asunto es que siempre se le ocurre al límite, como para que me retrase, y antes de que termine la lectura ya está profundamente dormida. Al día siguiente no recuerda bien el argumento del cuento pero habla de él como si cada situación realmente hubiese sucedido, relaciona los personajes con los vecinos del barrio, y complementa lo que escuchó en sueños armando un Chéjov propio, que a veces disfruto. Escogí «La mujer del boticario», por lo corto.
La pequeña ciudad de B, compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con un sueño profundo. Un renglón y ya estaba cabeceando, continué pero antes de terminar el primer párrafo entró Samuel.
—Tengo miedo —dijo, y se acostó en nuestra cama, pegado al regazo de la mamá.
Busqué mi celular para ver la hora y supe que hoy tampoco tendría satisfacción. Lo que sí tenía era otro ávido oyente. Continué con la lectura.
Vi a la agraciada esposa del boticario Chernomordik, con su vestido ceñido, sirviendo generosas copas de vino tinto para el joven y apuesto teniente Obtesov y para su gordo acompañante, coqueta, mientras su marido continuaba roncando en la trastienda. La vi simulando un sonrojo cuando le besaron la mano. Y escuché su voz, atravesando la helada noche de Siberia:
—Ustedes, señores oficiales, deberían venir más a menudo a la ciudad… porque esto, si no, es de un aburrimiento atroz. ¡Yo me muero de aburrimiento!
Pensé que la lectura no era conveniente para Samuel, y me detuve, pero él ya estaba dormido. Ella, por el contrario, estaba bien despierta, atenta a lo que sucedía en la botica.
—Nosotras, las mujeres, estamos jodidas desde siempre —dijo, y me pidió que siguiera leyendo.
El teniente Obtesov y su amigo salen del local. La mujer del boticario los ve alejarse. «Bienaventurado aquel que de joven fue joven…», ha dicho Obtesov antes de salir, citando a Shakespeare. La mujer repite la frase mentalmente, va a su habitación, y desde la ventana oscura los mira. Entre los matorrales ellos hablan en voz baja y la boticaria siente que el corazón se le sale del pecho. Obtesov se devuelve, duda, y finalmente toca la campanilla. Quien atiende esta vez es el viejo boticario. La mujer escucha la voz musical del teniente:
—Deme…, deme quince kopekas de pastillas de menta.
Luego sale, en el camino lleno de polvo arroja el paquete recién comprado, y se va para siempre.
—¡Oh, qué desgraciada soy —dice la boticaria, mirando con enojo a su marido, que se desviste rápidamente para volverse a echar a dormir—. ¡Qué desgraciada soy! —repite.
Terminé de leer y volví a mirar la hora: eran las 10:30, aún llegaría a tiempo para el segundo turno.
—¡Vida hijueputa! —dijo ella. Noté entonces que estaba llorando—. ¡Los escritores son unos hijueputas! —volvió a decir, y se levantó, despacio, cuidando de que Samuel no se despertara. Se puso el batín de terciopelo azul que me gusta, me tomó de la mano y me llevó al baño. Cerró la puerta con seguro. Bajó la tapa de la taza y se sentó. Me bajó la cremallera y lo sacó. Sentí sus manos suaves, calientitas, aún adormiladas. Me hizo una paja rápida y luego se lo puso en la boca. Interrumpió para decir:
—Dale, dale, acaba pronto, porque de repente se despiertan… —Eso me arruina, y ella lo sabe, pero ni modo. Reinició y todo salió muy bien. Finalmente hoy sí tuve satisfacción. Y aún puedo llegar al Boheme Royal Stripper, a tiempo para el segundo turno.
III
A Federico Van Damme lo conocí tres años atrás en el Taller de narrativa de la Luis Ángel. Estaba feliz por ser uno de los veinticinco elegidos.
—¡Esto es lo que siempre quise! —Decía, enumerando los libros que ahora sí iba a escribir—. Mi primera novela se titula «La Muerte viaja rápido», es de género negro y trata de un detective al que contratan para que encuentre a una adolescente que lleva trece días desaparecida. La muchacha es hija de un político de ultra derecha que está en plena campaña para el Senado, y al que desde hace rato relacionan con la mafia y los paramilitares. La mujercita tiene un símbolo del Yin y Yang tatuado en la frente y ese es el punto de partida de la investigación. El detective es aficionado a las novelas de Dashiell Hammett y todos los casos los resuelve siguiendo los argumentos del escritor norteamericano.
—¿Y cuántas páginas lleva escritas?
—Todavía ninguna, pero para eso nos va a servir el taller. ¿O no?
Semanas después supe que Federico Van Damme, además de asistir a talleres literarios, trabajaba en un bar de Chapinero como stripper.
—¿Stripper?
—¿Y por qué no?
Lo miré de arriba abajo: pálido, treinta años —o un poco más—, alto, delgado, ojos azules, cabello lacio y negro con un mechón blanco natural, dientes amarillentos pero con bonita sonrisa. Era de Bogotá pero de padres boyacenses, oriundos de mi pueblo, por lo que desde el primer día nos hicimos amigos.
—¿Y esos tipos no tienen que ser fisicoculturistas, o algo parecido?
—¡Qué va, hombre, hasta usted podría hacerlo! El asunto trata de ser fresco y saber bailar. Esto es capitalismo puro… ¡La gente está loca! —dijo, mirando con disimulo el muñón de mi oreja izquierda.
Yo había cumplido ya treinta y siete años, sin haber logrado mucho: dos carreras inconclusas —Arquitectura y Artes en la Nacional; sin contar el Técnico Profesional en Cocina del SENA, que abandoné porque no tuve para los ingredientes—, un hijo, varias relaciones amorosas difíciles de calificar, y un recorrido secreto de pintor de bodegones, paisajes y retratos que me había permitido sobrevivir. ¡Ah!, también escribía: en los tiempos de la universidad incluso llegué a publicar un libro de poemas, y un par de cuentos en una revista virtual. Me presenté a la convocatoria del Taller de narrativa de la Luis Ángel y pasé, y estaba tan feliz como Federico Van Damme, o más.
—¿De verdad?
—¿De verdad qué?
—¿De verdad cree que yo podría trabajar en esa vaina?
Después de unas clases privadas de baile en el apartamento de Federico Van Damme, y una maratón de videos, estuve listo para presentar casting en X-MEN, Placer Garantizado Ltda., y pasé. Creo que, en definitiva, aquella fue una buena época.
IV
Ahora se llama Jean Paul. Cuando era mi hijo se llamaba Luis Augusto, igual que mi abuelo materno, pero María José le cambió el nombre. Cuando quedó embarazada ya estaba presentando tesis: El Ser y la Nada —una instalación—, retrato de Sartre hecho con celulares que timbraban, vibraban o se iluminaban según hipotéticos estados de ánimo del filósofo. En la sustentación María José explicó que su obra seguía cada uno de los capítulos del libro —en donde se idealiza a las personas como seres capaces de crear sus propias leyes al rebelarse contra la sociedad y sus normas—, y que era un reflejo de la contemporaneidad. En la ficha, como subtítulo, se leía: Reloj sin manecillas.
Uno de los jurados, un profesor de la Universidad de Lyon que estaba haciendo una residencia en la universidad, no sólo calificó muy bien la tesis sino que se enamoró de María José, se casó con ella y se fueron para Francia. Con ellos se fue Luis Augusto —así lo llamábamos—, mi hijo, con apenas cinco meses de gestación.
Entonces yo iba como en sexto semestre, la depresión me ganó, y boté la carrera. Antes había hecho lo mismo con Arquitectura. Mi único desquite fueron los versos de León de Greiff que escribí en uno de los muros de la facultad: «Pues si el amor huyó, pues si el amor se fue… dejemos al amor y vamos con la pena», al lado dibujé a María José, desnuda, en tonos índigo, y con una abultada interrogación en el vientre. A los pocos días ya le habían pintado encima una consigna: «Somos UN… somos un grito de libertad».
Hace unos meses, en la web, vi un catálogo de Arte, y ahí estaba María José, presentando una serie fotográfica sobre Jean Paul Boulogne, su hijo de catorce años. Por eso sé que ahora se llama Jean Paul.
V
—¿Quieres mirar? —Preguntó Jeffrey. No le contesté, porque me cogió desprevenido. En los casi dos años que llevo viviendo con ellos jamás me ha dirigido la palabra. No directamente, por lo menos, pues cuando él habla —y no sólo conmigo— siempre lo hace como si estuviese jugando tres bandas.
Ejemplo:
—JEFFREY: Y dizque no tienen plata…
—MAMÁ DE JEFFREY: Ayer tuve que pagar la ruta.
—YO: ¿De qué hablan?
—JEFFREY: Si por lo menos fuera Heineken, con lo que llenan la nevera…
Me miró de frente, y sonrió, acciones inusuales en él. Sentí temor. Lamenté que ella y Samuel estuvieran en cita odontológica (al niño le están poniendo frenillo); lamenté que fuera sábado, día agitado en el bar; y desde luego lamenté que esa especie de tamagochi me hablara.
—¿Sí o no? —volvió a preguntar, autoritario. Me pasó los audífonos, acercó el BlackBerry y puso el video:
(Suena You Can Call Me, de Paul Simon)
Un tablado iluminado de rojo, cortinas azul celeste al fondo y un tubo en mitad del escenario. Sale el primer hombre: alto, robusto, bien proporcionado, pero no baila muy bien. Luego salen otros tres, parecidos al anterior pero un poco más delgados. Finalmente, sale ella: esbelta, refinada, casi una niña. Se pega al tubo como una serpiente. Los hombres visten de negro: pantalón y chaleco de cuero, botas punta de acero acordonadas hasta la rodilla. Sus siluetas hieren con su virilidad el cielo que los enmarca. La muchacha, que sería el modelo perfecto de la barbie melancólica, viste un kimono de seda roja con el hexagrama 27 bordado en hilos de oro en su espalda, y nada más. Todos llevan puestos cascos negros, con un visillo que les cubre el rostro hasta la nariz. Se parecen a RoboCop —pienso que Jeffrey no tiene la más mínima idea de quién es RoboCop, y sonrío—. Al unísono los hombres se quitan el cinturón y se lo pasan por el cuello, una y otra vez, rítmicos, sensuales. Luego se quitan el chaleco y el tatuaje de Federico Van Damme enloquece asediado por un bermellón de luz: es una lengua que sale de su pubis, se bifurca asaltando sus tetillas y se integra de nuevo en el límite del cuello. Tengo que reconocer que Federico Van Damme es el que mejor baila. Instintivamente llevo mi mano al hombro, como para proteger al Che Guevara que llevo tatuado, pero es una reacción tonta: ahora visto camisa y chaqueta de cuero —mi desatinado movimiento divierte a Jeffrey—. La mujer se desprende del tubo, se quita el kimono y se pone de rodillas, mirando al cielo. Dos balazos de laser persiguen sus pezones que se resisten a la luz. Gime. Los hombres de un solo golpe jalan sus pantalones y dan paso a unos calzoncillos ceñidos que encumbran sus dotes. El auditorio grita, aúlla, jauría de súcubos en celo. La mujer, con su boca, les va quitando aquella prenda. Los robocobs, anclados en sus botas punta de acero, a través de un hilo dental exhiben su dadivosa antena de carne. El auditorio incendia sus cuerpos con pelotitas de billetes de cincuenta mil. El primer hombre se quita el casco, después el otro, hasta que aparece el mechón blanco de Van Damme… Por último se descubre el stripper famoso al que le falta una oreja, y que ya es leyenda entre las solteras que han despedido en Bogotá. A ese lo llaman Rocky Van Gogh, es el más viejo y el que más dinero gana. Cuando los hombres se retiran, y la música ha terminado, en el escenario sólo queda la barbie melancólica, inmaculada en su desnudez, de pie, pegada al tubo, con un rayo de luz blanca iluminando el símbolo del Yin y Yang que tiene tatuado en la frente.
VI
Llegué al Boheme cerca de la medianoche. El lugar estaba lleno y apenas me dieron tiempo para cambiarme. ¡Rocky Van Gogh, Rocky Van Gogh, Rocky Van Gogh…!, gritaban en la sala y ese coro me perturbó.
El día había estado pesado: en la mañana la pérdida de mis liliputienses masajistas; en la tarde el video con Jeffrey, su mirada, su risa; y al comienzo de la noche las calenturas de la esposa del boticario Chernomordik —su llanto—; pero sobre todo el llanto de ella, sus madrazos, y su repentina y complaciente urgencia por jalarme hasta el baño y darme satisfacción.
Me sentí cansado. Llevé mi mano derecha al muñón de mi oreja invisible, cerré los ojos y lo vi:
Es domingo. El niño está en el zarzo, sobre la cama en donde duermen su mamá y sus dos hermanas pequeñas. Está acostado, oficialmente durmiendo porque al otro día tiene que ir a la escuela. Pero en realidad está despierto. Sabe que es fin de mes y que esa noche él vendrá. Y llega, borracho —se sabía—. Las niñas pasan a dormir al zarzo, con él, y comienza la refriega: gemidos, insultos, besos, golpes, labios sangrantes, más gemidos, más besos, más insultos…
El niño baja y va a la cocina en busca de un cuchillo, se para frente a la cama y grita:
—¡Deje tranquila a mi mamá! —el borracho, sin interrumpir su faena, ríe, ríe a carcajadas. El niño enarbola el cuchillo como si fuera un estandarte.
—¡Deje tranquila a mi mamá, o lo chuzo!
El borracho se baja de la mujer, se ajusta los pantalones y va hacia el niño que en la oscuridad, como una estatua, lo aguarda.
—Chino marica —dice. De un manotazo le arrebata el cuchillo y le corta la oreja izquierda—: ¡Para que aprenda a respetar a su papá! —grita, y se ríe de nuevo.
Una luna triste, pálida, mira el apéndice cárnico que cae entre las matas de mirto, y al borracho orejicida que se pierde en la noche.
¡Rocky Van Gogh, Rocky Van Gogh, Rocky Van Gogh…!, gritan en la sala, y él regresa. Tiene que trabajar.
Después del show le pidieron lo de siempre: que permita las consabidas caricias al muñón de su oreja. No quiso. No pudo. Pensó en la esposa del boticario Chernomordik, condenada eternamente por Chéjov a la cama del energúmeno de su marido. La vio en su ventana oscura, llorando, deseando al brioso teniente Obtesov. Pensó en Samuel, lo vio pegado al regazo de su mamá, ya sin miedo. Y pensó en ella, la vio con su batín de terciopelo azul, sentada en la taza del baño, con los ojitos brillantes, feliz, limpiándose las comisuras de la boca. La vio ese primer día —hace ya casi dos años— aquí mismo, en el Boheme, celebrando la despedida de soltera de una hermana que en realidad era su mamá —como le contó después, durante una noche entera, llorando—, una vieja loca que había conseguido novio gringo por internet y a la que estaban despidiendo para siempre, y que ahora vive en Orlando. Se vio a sí mismo dejando que ella le acariciara el muñón de su oreja. Escuchó la voz áspera de Jeffrey cuando al día siguiente llamó a esa casa desconocida. Se vio comprando tres Huevos Kínder Sorpresa, para conquistarlos. Recordó esa primera noche y las que siguieron. El primer cajón que ella le dejó para la ropa, la toma disimulada del apartamento que fueron haciendo sus lienzos y sus libros. La secreta intoxicación de aquel ambiente con la música de los Rolling Stones. Pensó en lo que había escrito, en lo que había pintado para ella y no para sobrevivir, y supo entonces que ésta era su última noche en el Boheme, y también el final de los Van Van, el dúo de trabajo clandestino que desde hacía unos meses habían creado con Federico.
Se puso el bluyín, la camisa negra y la chaqueta de cuero que ella le había regalado en el diciembre pasado. Se sintió feliz y echó a andar hacia su casa, atravesando una noche joven que más arriba de las luces pringosas de Chapinero estaba repletica de estrellas.
(Colombia, 1966). Ha publicado los libros de cuento
Los inmortales (2000), Carroñera (2007), y Espiral al Sur (2013). Autor de cinco
poemarios. Ha ganado varios premios, entre ellos: Premio Bienal de Novela Corta
Universidad Javeriana, 2012. Premio Nacional de Cuento Ministerio de Cultura /
RELATA, 2011 y 2012. Premio Nacional de Cuento Universidad Central, 2012. Premio
Libro de Cuentos, CEAB, 2012. Premio Libro de Poemas CEAB, 2007. Premio de
Poesía Universidad Metropolitana, Barranquilla, 2002.
Realmente creativo, entretenido e interesante; despierta la intriga y satisface la curiosidad del lector. Confieso buen tiempo sin leer literatura moderna pero me encantó este cuento. Felicitación sincera a su autor.
Gracias, me gustó los nombres que utiliza para sus personajes, me gustaría libar unas ñañas con usted.
Gracias, este artículo está bueno, y qué imaginación del redactor. ¡Felicidades!