Carlos Gavito

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Una pareja baila tango en el centro de la pista, y sin que podamos definirlo hay en ella un entendimiento que nos cautiva, que nos interroga acerca de las causas de por qué ella, y no otra, nos subyuga. Muchas veces, sentado en las orillas de alguna pista, me he visto cautivado por los movimientos de una pareja, y no se trata de los pasos o la apostura, es otra cosa, algo difícil de explicar.

Lo único obvio, para mí y para quienes observan sin incluso conocer lo que ven (los pasos, los movimientos, la expresión) es que entendiendo el mensaje no desciframos sin embargo el lenguaje en que ambos se comunican tan articuladamente.

No es falta nuestra en realidad. El entendimiento entre ambos es su propio y exclusivo lenguaje, tan exclusivo que se requeriría de un escritor que —quizá como Tolstoi, y no exagero — fuera capaz de tomar el aliento de la vida y describir sin manierismos la seducción a la que me refiero, el arrebato de la expresión personal que en una pista de tango sucede en un escenario bastante sucinto: el interior de un abrazo.

Y escribo “interior” como si el abrazo al que me refiero fuera accesible, capaz de mostrarnos el por qué de su atractivo particular. ¿Es tan sólo entendimiento, habilidad, intención? Lo que sabemos de un abrazo es que, parafraseando a Whitman, contiene multitudes, y es quizá el camino más corto para llegar al corazón de alguien. Abrazamos para querer y para amar; nos abrazamos ante el dolor y ante el duelo; abrazamos para confortar y para proteger; abrazamos al reencontrarnos, al querer sentirnos en casa; es, cuando el lenguaje no es suficiente, nuestra palabra mágica. Incluso dos hombres que se han sumido en el abismo de la más cruel violencia emergen de su particular abismo para sellar la experiencia en un abrazo. Y debemos agradecer que la evolución humana haya sido tan sabia como para dejarnos bien claro que abrazar y mentir es un gesto casi imposible. ¿Qué sería de nosotros si nuestras alarmas no sonaran ante los abrazos falsos? Nos acuchillarían por la espalda una y mil veces. El abrazo es una verdad que decimos en secreto.

Pero en el tango, donde la gente se abraza para bailar, hay un problema. Curiosamente, uno tiene que aprender a abrazar. Y el predicamento es serio: dos personas, de pronto, deben acercarse el uno al otro y abrazarse. Suena fácil. Pero esta pareja, que pretende bailar con un solo corazón, debe hacer el heroico esfuerzo de crear una sola figura mitológica, una figura de cuatro brazos y cuatro piernas; una criatura de dos caras y dos egos con sus fobias e inseguridades propias que al unirse en el abrazo incluyen también algo de sus prejuicios y de sus definiciones: sobre quiénes son y quiénes creen que son; sobre qué creen del tango y qué en realidad hacen con él. Pareciera como si a pesar de toda su belleza y misterio, en el tango el abrazo fuera capaz de incluir algo más que baile; capaz de decir la verdad pero también, y por crueles momentos, capaz también de mentir.

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Me gustaría pensar que todo mundo, cuando se abraza, es como si quisiera decir un secreto a la persona con que baila…

— Carlos Gavito

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Hace muchos años tuve la oportunidad de ver bailar a Carlos Gavito. Su fama le precedía pero a mi incapacidad de bailar se sumaba mi ignorancia sobre su importancia como bailarín. Recuerdo su presencia y su elegancia pero en los tiempos en que el tango nuevo hacía una entrada triunfal, intentar comprender el por qué de su trascendencia me habría sido un esfuerzo inútil.

De Gavito podemos decir con López Velarde que “su alma es paralela de su cuerpo”. “Al embestir a su pareja — continúa Velarde, muy ad hoc — , se encabrita y se acicala”. Hay, en efecto, algo de macho cabrío en su apostura inicial. No se acerca a su pareja sino que parece embestirla con una energía que, contenida, parece siempre estar a punto de explotar. Sin embargo no desperdicia esa energía, al contrario, sabe prodigarla sólo cuando es necesario, cuando la música se lo exige. Paso a paso, expresión tras expresión, Gavito pausa y contiene a la música, y no al revés. Por ello, quizá, es que al referirse a Carlos Gavito algunos han dicho que su estilo es minimalista, en el entendido, quiero creer, de su aparente sencillez, de la economía de medios con que él y su pareja se expresan, de la geometría de sus pausas, sus silencios, su contención.

Y si bien el minimalismo puede funcionar como sinónimo de “mínima expresión” (y hoy en día incluso de cierto ascetismo urbano, pero eso es otro tema), en realidad es una exigencia artística más demandante que el realismo descriptivo al que se opone. Y aunque sus partes constituyentes sean sencillas, elementales, un arte minimalista es siempre más que la suma de sus partes. La confusión, como suele ser, no parte de la definición en sí sino de nuestra incapacidad para comprender una vastedad a partir de tan pocos atisbos. El creador minimalista, si conoce íntimamente lo que quiere decir, no es quien se encuentra en falta. Es el espectador quien intenta achacar sus propias limitaciones a un artista por demás desinteresado en semejantes debates.

Algo similar ocurre al observar a Gavito. Vemos las pinceladas, notamos la contención, subrayamos sus silencios. Su presencia inmóvil llena el escenario. Al acercarse a su pareja lo hace con los pasos precisos, y antes de entregarse al abrazo, ya baila, ya transmite. Abre los brazos y permite que su pareja se ancle a él como si se tratara del último baile, del último hombre, de la última oportunidad.

Se crea un abrazo y en su interior lo que se reduce a su mínima expresión son las dubitaciones, los malentendidos, las contradicciones, porque las dos personas que se abrazan en ese momento no dudan sobre quiénes son, y esa seguridad los permite liberarse de prejuicios, de inseguridades, de distracciones. Luego, aunque comienzan las primeras y densas notas de la música, sobreviene el silencio de su abrazo. En su negociación con la música no dudan un sólo momento sobre lo que dan y lo que reciben. Es una transacción justa. Fundidos en la interpretación, la pareja respira, calla, se amolda al otro. El tango, así, transcurre de principio a fin sin ataduras, sin vanidades, sin manierismos.

Ya bailan y el espectador apenas vislumbra un poco de toda la historia, cultura y experiencia que implica ese momento en que se abrazan en sintonía con la música y en contención consigo mismos. Es, más que minimalista, un estilo edénico, primordial.

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Comencé a bailar tango por amor, o eso quiero creer. ¿Sería más real si dijera que fue por celos? Quizá fueron ambas cosas. A la distancia es difícil decirlo. Como fuera, lo que yo quería era emular a esos hombres que la abrazaban, a Ella, y la hacían girar, pasar de un lado a otro, lanzar la pierna, caer en control hacia adelante o hacia atrás, o que la hacían dar vueltas como si con sus poderes la hubieran trasformado en una estatua viviente.

Lo que yo podía hacer con mis limitados poderes era, acaso, provocar que frunciera el ceño o que mirara a lo lejos como si en realidad se encontrara a kilómetros de distancia. Nervioso, trataba de avanzar con ella hacia algún sitio, evitando en la medida de lo posible no impactarme contra alguna otra pareja y buscando algún medio para traerla de vuelta, de vuelta a mí.

Mi predicamento debía ser tan obvio que al final de una tanda la organizadora de la milonga se acercó para hablar conmigo. “No bailes con tu novia”, dijo, “baila con todas las demás”. Que resultó ser el mejor y peor consejo que me hubieran dado. A partir de esa tarde dejé de intentar siquiera bailar con Ella. En vez de eso me daba satisfacción partirme la espalda bailando con quien aceptara hacerlo. Y aliviado de la presión que me imponía, pude al fin intentar emular lo que veía en la pista. Cometía barbaridades, sí, pero a quién le importaba. Y pronto, incluso, y como buen palurdo, comencé a desarrollar “opiniones” propias sobre lo que era el tango, sobre lo que se sentía y se debía hacer. El único CD de tango que poseía, de Pugliese, sonaba una y otra vez en mi computadora. A medida que ella me dejaba, el tango me tomaba; transacción más que justa, diría yo.

Una noche fui a recogerla al aeropuerto. Lucía impecable, como siempre, pero no había brillo en sus ojos rasgados. Al llegar a su departamento comenzó a hablarme de un nuevo estilo, “nuevo” en efecto, tango nuevo, que para mí era no sólo incomprensible sino absurdo. En la mitad de su sala me pidió que la tomara de las manos, echara el peso para atrás e intentara girar sobre un pie creando una fuerza centrífuga con el movimiento. Al tercer intento se detuvo, exasperada. “No sabes hacer nada”, dijo. “No entiendo qué hacer”. “Intento compartirte algo y no se puede”. Centrifugados hacia vidas muy diferentes es verdad que nada podía compartirme.

Más noche, estirado sobre el sillón, casi lloroso por mi incompetencia, supe que todo había acabado, aunque ella no me lo dijera. Nuestra corta historia de amor, y mucho más corta de tango, duró poco más de un año. No recuerdo haberla nunca abrazado con el amor que le tenía, pero estoy seguro que de haberlo intentado me habría topado con que en el espacio que dejaban mis brazos extendidos cabían todas mis inseguridades y todas sus dudas. No era un abrazo como un barril sin fondo.

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En algún lugar Gavito dice que él indica a la mujer incluso cuándo mover una pestaña. La grandilocuencia de la imagen no debe ser tomada en sentido literal, por supuesto. Es verdad, sin embargo, que su presencia tendía a disminuir todo a su alrededor. La música, el escenario, incluso su pareja, parecían estar a su disposición. Y no hay por qué no decirlo: Gavito era sin duda una presencia viril y su estilo “sencillo”, de silencios y contenciones iba aparejado a su expresión dominante, clara sobre los efectos que provocaba en su pareja.

Esta imagen masculina de Gavito — si no Gavito en sí — pertenece a esa vieja cofradía de hombres orgullosos de su virilidad que tanto abundaron en el arte del siglo xx. Hay muchos ejemplos de ello, pero el más acabado, el que naturalmente se asocia a la apostura y austera naturalidad de Gavito, es sin duda Hemingway, que atraído como estaba hacia los matadores y boxeadores — depositarios de la temeridad máxima a sus ojos — no habría visto con malos ojos la expresión apolínea de un bailarín como Gavito. Sin conocer de tango, no sería absurdo pensar que lo habría comprendido como quien más. Por ejemplo, al describir en Fiesta (The sun also rises) al matador Pedro Romero, uno casi diría que es de Gavito de quien Hemingway habla:

Romero no hacía contorsión alguna, siempre estaba recto, puro, natural en la línea. Los otros se retorcían como sacacorchos, con los dedos levantados, y los apoyaban contra los costados del toro, después que el cuerno había pasado, para dar una falsa impresión de peligro. Luego, todo lo que era falso era malo y daba una sensación desagradable. [… ] El toreo de Romero tenía una emoción real, porque conservó la absoluta pureza de las líneas en los movimientos y, siempre quieto y tranquilo […] Romero tenía «lo viejo»: conservar la pureza de líneas a través del máximo peligro…

“La pureza de las líneas”, la “emoción real”, “siempre quieto y tranquilo”. Hemingway, que reclamó para sí la virilidad suprema, no usaba palabras grandilocuentes ni frases rebuscadas. Como un paso aparentemente sencillo de Gavito, tambíen él escribía frases en las que la emoción podía prescindir de exageraciones y emociones acartonadas. Sus adjetivos son, así puros, y para ofrecernos la figura de Pedro Romero no necesita más palabras que “quieto” y “tranquilo”.

Asociar a Gavito con Hemingway, sin embargo, sólo refuerza la idea de que el tango es, en esencia, una expresión machista. Pero aunque ambos encarnen en sus figuras la imagen del hombre sólido, seguro de sí mismo, su propósito último es por cierto el más alejado de esta concepción: conectar con otro, ya sea por medio de las palabras, “la frase verdadera” de Hemiingway, o por medio del secreto que uno le cuenta a la pareja a través del baile en la calidez de un abrazo. A su manera Gavito buscaba escribir su propia “frase verdadera” en el lenguaje que le había sido dado, el lenguaje del tango.

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Para Hemingway, el lector; para Gavito, su pareja, pues nada de lo anterior tendría sentido sin aquello que los completa. Marcela Durán completaba el abrazo de Gavito ofreciendo por igual la resistencia de un estilo propio y una entrega tan histriónica como efectiva. Si Gavito es la energía inicial, necesaria, entonces Marcela Durán es la historia, la narrativa que ofrece sentido a esa fuga de energía que mana de su pareja.

Una de las coreografías más célebres del espectáculo Forever Tango debe ser la que bailan Carlos Gavito y Marcela Durán al ritmo de “A Evaristo Carriego”. Al inicio de la pieza nos encontramos con dos tipos clásicos del tango: el viejo aristócrata con dinero y la joven mujer de arrabal. Sabemos que es así porque en alguna escena él le ofrece a ella su pañuelo para que le limpie sus zapatos, lo que ella hace sin remordimientos. Superado el primer encuentro, sin embargo, es obvio que ambos reconocen en sí un poder que él otro ansía: ella el dinero, él la belleza.

La pieza es primero un cortejo intempestivo, ambiguo. Al avance de ella él parece dudar para luego reconsiderar. Y reconsidera porque su belleza es un resplandor, que no puede evitar. En estos primeros acercamientos el abrazo es casi violento y al avanzar el uno hacia el otro es como si aún no supieran cómo envolverse. Parece imposible, incluso. Hay dudas; hay desapego porque no logran encontrar el abrazo del otro. Pero entonces viene una reconsideración y el abrazo comienza a tomar forma. Las bocas se acercan. Ya no caminan el uno hacia el otro desafiantemente sino que comienzan a caminar al unísono, encontrándose en el abrazo.

Luego, en quizá el momento más icónico de toda la pieza, ambos contemplan lo que ha sucedido. Él clava los ojos en la distancia porque a pesar de que el amor se ha consumado, ello mismo es la semilla de lo que debe venir, la separación, el final. Su mirada fija resume la nostalgia de ese amor que le llega demasiado tarde. Ella, en cambio, descubre sus nuevos poderes y no por eso se aleja de él, al contrario, se entrega una vez más, sólo que esta vez sin ambigüedades, sin dudas.

Lo que sigue es un abrazo tierno, muy diferente al primero y seguros en ese abrazo ella le permite protegerla y él se permite ver más allá de sí mismo. La pasión intempestiva da lugar a la ternura. A partir de ese momento todo es celebración y es entonces que ambos pueden expresarse libremente, mostrarse en toda su amplitud para culminar así en un abrazo que resume todo lo anterior, las dudas y las ambigüedades, los rechazos y las medias verdades. Es un abrazo en el que ella, más que entregarse, puede finalmente fundirse en él. La conclusión es perfecta: ella, que es todo poderosa en su juventud y su belleza, decide entregarse, confiar en él. Él, por su parte, pasa del orgullo de sí mismo, al orgullo digno de poseer, aunque brevemente, a la mujer que ama.

by Mauricio Salvador

nació en 1979. Vive en la ciudad de México.

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